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El corazón de Formoseda

Nota previa

Se reproduce a continuación el folletín El corazón de Formoseda, de José Ortega Munilla.

Ganso y Pulpo ha realizado su edición a partir del texto publicado en la revista La Ilustración Artística entre los días 14 de abril y 15 de mayo de 1884 (año III, núms. 120-124).

Su publicación en formato HTML abarca los días 16 al 20 de junio de 2014.

El texto se ha podido actualizar ortográfica y gramaticalmente, de acuerdo con las reglas vigentes del idioma español.

En cuanto a la licencia de esta edición debe tenerse en cuenta que el texto reproducido es de dominio público (Pedro Escamilla falleció en 1922). Por otra parte, la edición aquí presentada se distribuye gratuitamente bajo licencia Creative Commons por la editorial electrónica Ganso y Pulpo, que espera se comparta en los mismos términos que los estipulados originalmente (edición íntegra, sin ánimo de lucro y respetuosa tanto con el texto como con el trabajo desempeñado por la editorial).

Sin más, esperamos que disfrute de su lectura. Todas sus apreciaciones, sugerencias y observaciones son bienvenidas en nuestro formulario de contacto. Esperamos, además, su participación en el comentario del folletín en las redes sociales, empleando el hashtag #formoseda.

I Se alza el telón…

…era la época en que estaban de moda los fracs verdes con botón de oro, y el pantalón colán era el límite extremo de la elegancia masculina; cuando vivía Fígaro y la musa de Zorrilla dormía envuelta entre las nieblas del no ser; cuando Madrid ostentaba en sus calles muy pocas aceras, y alguno que otro farol que de trecho en trecho enviaba el resplandor incierto del aceite de oliva; cuando la Puerta del Sol era tan estrecha como hoy lo es la calle de Sevilla; cuando lo que hoy se llama «Todo Madrid» aún no existía, porque los hábitos del lujo, las costumbres aristocráticas y el esplendor de esa nueva aristocracia que ha engendrado la Bolsa no habían aún producido todos sus frutos.

Ricardo de Formoseda era uno de los elegantes del año 33, puesto que al dar las cinco en un reloj de mesa que había en su despacho el día 27 de enero, se ajustó la desgarbada prenda que los historiadores llaman fraque, y después de hacerse con soltura un lazo en la corbata y pasar su mirada de arriba abajo por todo el cuerpo, se lanzó a la calle empuñando en su diestra un junquillo rojo con puño de ágata; en la izquierda mano llevaba los dos guantes blancos, que según era entonces moda también, volvían a casa sin haber calzado los puños de los elegantes.

Era Ricardo de Formoseda, puesto que es preciso que os lo presente, hijo único de un acaudalado terrateniente de la campiña, el cual terrateniente poseía sobre mil hectáreas de viñas, y más de cinco mil hanegadas de olivos en Alcalá, asiento de su casa: una de las más fuertes de labor de toda la tierra castellana.

Pocos meses después de su matrimonio, murió la mujer de Saturnino Formoseda, dejándole envuelto en pañales aquel retoño que andando el tiempo, y veinticinco años no más, había de ser Ricardo de Formoseda tal y conforme ahora aparece a nuestra vista, con su frac verde y su gentil talle, el sombrero de copa en la cabeza, los dos rizos de pelo negro muy atusado sobre las sienes, el bigote erizado a uso de cosaco, como entonces también se acostumbraba.

Salió a la calle, y como vivía en la de Cedaceros, bien pronto se halló en la Carrera de San Jerónimo, que ya entonces era, y creo que siempre ha sido, la principal arteria de la vida social de Madrid, y sin duda, como hombre que sabe a dónde dirige su rumbo, no tardó en encaminarse a buen paso por esta Carrera de San Jerónimo, cruzó la Puerta del Sol, bajó por la calle del Arenal, y en una de sus últimas casas, en cuyo portal había una tienda de relojero, se detuvo: era el número 27 y 29.

El portal dejaba mucho que desear en cuanto a limpieza; era un lóbrego e inmundo receptáculo si se le compara con los portales de las modernas viviendas de los madrileños de ahora; entonces era como todos los portales de Madrid; un largo pasadizo de tierra húmeda, y en cuyas paredes había todos los síntomas de la incuria y de la suciedad.

Formoseda vio detrás de la mampara de cristales salir la cabeza calva del relojero con el ojo derecho protegido por el anteojo de círculo de cuerno, a través del cual el pobre artesano contemplaba y escudriñaba la misteriosa vida de los relojes descompuestos; vio la llama azulada del candilón de alcohol que le servía para recomposiciones; y luego, más allá, una escalera entornillada y abrupta que se defendía contra las invasiones del extranjero, como los Apeninos contra las invasiones de César; pero Formoseda en sus veinticinco años de edad, y en su naturaleza desarrollada vigorosa en las solturas de la vida campestre, apechugó con los 35 escalones, y llegó al último piso donde después de haber tirado de un cordón de lana bastante sucio, penetró en una habitación de techo tan bajo, que no sabemos si fue por cortesía o por evitar un golpe con el quicio de la puerta, por lo que se quitó el sombrero, y entró en la sala con la espina dorsal encorvada y la cabeza baja.

Aquella habitación era poco más pequeña que un pañuelo de yerbas; y con ser tan estrecha, tan baja de techo y tan ahogada, alguna hada maravillosa, burlándose de la arquitectura, y de la impenetrabilidad, había puesto y conseguido encerrar en tan angosto recinto una enorme cómoda, cuatro sillas de Vitoria, una copa dorada llena a la sazón de fuego; y había además adornado las paredes con cuadros de litografía, con un Cristo bordado en cañamazo y con una pila de cristal llena de agua bendita. Las paredes, el techo y hasta el suelo desaparecían debajo de aquella aglomeración de muebles y adornos. No se veía el color del papel, no se veía qué clase de ladrillo formaba el pavimento; apenas quedaba espacio para entrar: y una vez colocados en sus sitios una dama y una joven que dentro de la sala estaban, y Formoseda, no quedó allí lugar, no ya para que otra persona entrase, sino siquiera para respirar el aire de Dios.

—Señor de Formoseda —dijo la dama—, no le esperábamos esta tarde. Como está el tiempo así…

—¡Ah! —dijo Formoseda atusándose el bigote y lanzando una mirada profunda a la señorita—; yo soy hombre de palabra. ¿No había prometido a V. que iríamos a la Casa de Campo?

—Sí, pero como la tarde amenaza lluvia —contestó la dama—, pensamos que V. habría desistido del viaje.

—Por mí no ha de quedar —dijo Formoseda—. Ya tengo encargado el coche… No es de dos caballos porque los tienen tomados para la romería del Pardo; y ya sabe V., doña Eleuteria, que estas romerías cargan con todos los caballos de Madrid. Pero he conseguido una carretela con dos mulas. ¿Creo que a Vds. les será indiferente que la carretela sea mejor o peor?

—¡Ah! —dijo la señorita que había permanecido muda hasta entonces y fijos sus ojos en los de Formoseda, mirándole gravemente—, ya teníamos preparada la merienda.

—¡Cómo merienda! —dijo Formoseda—. ¿Vds. piensan acaso que yo cuando invito, invito a medias? Con el coche va dispuesta una merienda, y no consentiré que salga otra cosa de aquí más que sus personas, y eso ha de ser pronto, porque ya la hora se acerca. Son las tres y media y a las cuatro iremos a buscar el coche.

—Si es así —dijo doña Eleuteria—, pronto estamos arregladas. La niña está vestida, y yo con que me ponga un mantón estaré arreglada también.

Dijo así doña Eleuteria y con gran soltura, no se sabe si volando por encima los muebles o andando a brinquitos por la estrecha senda que entre unos y otros quedaba, alejose, dejando solos a la señorita y a Formoseda.

II Los Ochandianos

Aquella principalísima señora y su hija eran nada menos que últimos vástagos de la antigua y linajuda estirpe de los Ochandianos, originaria de la Borunda, donde habían sido poseedores de extensos terruños, y habían explotado todos los comercios, al mismo tiempo que los privilegios de la aristocracia.

Pero así como durante dos siglos los Ochandianos habían sido hijos de la dicha y sus bienes habían aumentado incesantemente, de improviso una mala época cayó sobre ellos, y no hubo día que no trajese su plaga para la antes poderosa estirpe; hoy era una enfermedad que arrebataba al jefe de la familia; mañana una mala cosecha, al otro día una tormenta de rayos y centellas que incendian los graneros y destruyen tres casas de labor que estaban contiguas. Por este camino y a este paso en poco más de veinte años la cuantiosa fortuna de los Ochandianos fue reducida a la nada; y los que ayer fueron grandes señores, quedaron convertidos en humildes y tristísimos aristócratas sin una peseta.

No hay tristeza como la de un hombre que tiene un escudo sin poseer otros con que abrillantarlo; porque de tal manera están dispuestas las cosas en esta pícara vida, que de poco le vale a una persona tener en su árbol genealógico todas las savias de la sangre azul y todos los retoños preclaros del libro de la Gineta, si no está injerto en ese árbol un filón de láminas de oro que resplandezca y salga por las ramas con los hermosos frutos del metal noble.

Los Ochandianos habían representado en la Borunda, y aun en toda aquella provincia el papel de los antiguos señoríos venidos muy a menos después de los sucesos de la guerra de la Independencia y de las cortes de Cádiz.

El último vástago de los Ochandianos que había ejercido verdaderamente ese señorío fue el abuelo de doña Eleuteria, el cual el año de 18… era un anciano de 70, delgado y ágil, fuerte y robusto como un joven; y tan desprovisto de los alifafes de la vejez, como de las tristezas de esta edad. Era un muchacho completamente, con su cuerpo siempre embutido en los pliegues del traje de la época, las delgadas pantorrillas cubiertas con las calcetas de color de canela, los zapatos de cuero adobado, con hebillas de plata, y el amplio casacón de paño de color de aceituna con los botones de nácar y las vueltas de raso encarnado. Cuidaba mucho de su persona y tenía cierta fama de Tenorio engrandecida y agigantada por la poesía de la leyenda, desde que la edad le había hecho retirarse de las armas de Cupido.

Este buen señor, que fue uno de los pocos miembros del antiguo régimen que llegaron sanos y salvos al poder de las modernas cosas, tenía gracia en el decir, y una chusca manera de poner en caricatura lo que no le agradaba, que no había cosa tan graciosa como cuando alzados los manteles después de la cena en su casa solariega de Salvatierra, refería en broma los sucesos de las cortes de Cádiz y las discusiones de aquellos grandes hombres que difundieron las primeras luces del parlamentarismo en nuestra patria.

Don Alejandro Ochandiano tenía algo de Aristarco, porque todo lo encontraba mal en las cosas que habían sucedido y que no eran de su tiempo; y con tal ahínco perseguía las costumbres iniciadas en las cortes, que era una risa el oírle satirizar los discursos del que después fue conde de Toreno, y las brillantes arrogancias de Canga-Argüelles; sin que fuera posible contener la risa en los límites de la reserva cuando describía el salón de sesiones de Cádiz que él había visto, y decía que tenía una barrera como la plaza de toros, y que la tribuna pública era como la tribuna de una iglesia; de tal manera que un día un gitano que entró a ver una sesión, lo primero que hizo en cuanto levantó la cortina de la puerta fue santiguarse.

Pero como nada hay eterno, la gracia y la salud de D. Alejandro cayeron juntas en un día. Un constipado que después se convirtió en pulmonía, se le llevó lindamente con todos sus fueros señoriales al otro barrio.

Nueva pérdida de lo poco que les quedaba. Los desastres aumentando, y ya sin que mano mortal pudiese remediarlo ni darle remiendo, hicieron que al casarse doña Eleuteria no pudiese elegir su esposo entre aquellos principales barones de la antigua Navarra que habían siempre sido los pretendientes de las blancas manos en casa de los Ochandianos, y tuvo que apechugar con un comerciante de Pamplona que tenía una tienda de hierro y vivía tal cual pesando lingotes y embalando barras de plomo.

Gran lástima fue en verdad para los manes y penates de la casa ilustre aquel matrimonio que infiltró en la hasta entonces siempre sangre azul de los Ochandianos las gotas rojas del ferretero, plebeyo por sus cuatro costados.

No fue muy larga tampoco la vida del ferretero; y doña Eleuteria, huyendo de pleitos que cayeron sobre ella, y por salvar los 10 o 12.000 reales que le dieron por el traspaso de la tienda, de mano de golillas y escribanos, se vino a Madrid, donde se dedicaba al noble oficio de coser para fuera, ayudada de su hija, que vino de Pamplona a la edad de doce años, y que en los cinco que van trascurridos desde que llegó a la corte se había hecho una muchacha de singular belleza y de atractivos nada comunes.

Genara se llamaba esta criatura, cuyos ojos eran grandes y negros como una noche de invierno y cuyo cuerpo no había alcanzado el desarrollo excesivo de las líneas curvas y se conservaba en un gracioso límite de esbeltez y ligereza. La nariz de este último retoño de los Ochandianos era recta y pequeña; la boca no era tan chica como la nariz, pero tenía en cambio doble gracia al cerrarse y abrirse, y no parecía sino que sus labios habían aprendido en la escuela de Lucifer el arte de decir y decir con hechizo. Dos pícaros hoyuelos habían ido a reunirse en la comisura de los labios por bajo de las mejillas como dos resplandores de gracia; y las cejas eran largas y negras y muy movibles. En las grandes ocasiones de expresar afectos muy hondos y sinceros llenaba de expresión el pálido semblante dándole una visualidad inteligente que encantaba, porque no parecía sino que al hablar con Genara las ideas saliendo de su boca iban a reflejarse en un espejo que no era sino el rostro de ella. ¡Ay!, ella tenía la aspiración de las cosas grandes, a pesar de que su padre fue hombre siempre apegado a lo temporal de la vida, e incapaz de hacer cálculos sobre lo eterno.

Genara había padecido una propensión soñadora muy propia de todos los últimos restos de las familias que fueron grandes y después vinieron a menos.

Ella soñaba con las cosas ricas, las telas de seda, los zapatos de raso, los brillantes, los carruajes, los magníficos caballos, las adulaciones de la gente, el arte de vivir en sociedad, el tener un abanico de nácar, el ponerse una mantilla de encaje, sujetarse rosas en el pelo, y aparecer ante las gentes rodeada de una aureola de gracia, de juventud, de hermosura y de gloria. Todo esto aparecía impregnado de amargura, con la tristeza del emigrado a quien arrojaron violentamente de su cuna y se queda en la frontera mirando con melancolía ponerse el sol en su patria.

¡Pobre Genara! El vértigo de las grandezas dominaba en su alma: y se sentía tan incapaz de someterse a las duras necesidades de la vida, que cuando doña Eleuteria tuvo que tomar la enérgica y heróica resolución de ir a solicitar obra en la casa del Valenciano —un tendero de telas y camisas de la calle de Postas—, derramó tantas lágrimas, que un autor de madrigales hubiera podido hacer de ellas cuatro o cinco buenas sartas de perlas.

¡Y qué obra les dio!

—Si por fin —decía o pensaba Genara— se nos hubiese encargado el bordar sobre holanda, o el hacer de esas lindas flores, que no parece sino que salen de un jardín bien cultivado, o el coser o bordar con oro y plata, todo lo llevaría con gusto. Pero coser y más coser en estas telas negras que parece que han estado tendidas al humo de una chimenea cuatro años… Eso es un horror. —Y se miraba las manos de soslayo volviéndolas por el dorso y por la palma para ver cómo la luz se trasparentaba en aquellas venas y en aquellas suavidades carnosas y rosáceas de los dedos.

La verdad es que Genara no era una gran maestra en el arte de la costura. Esto es preciso que lo digamos, porque tenemos para con el lector la religión de la verdad.

Aquellas manos que estaban inimitables de elegancia y soltura para sujetar un abanico, para sostener un fino pañuelo de holanda o encaje, y para jugar con los rizos de su pelo que caían hacia adelante gallardamente, resultaban torpes y sin gracia al coger la aguja e intentar hacer un largo pespunte.

Genara tenía su teoría sobre el pespunte: decía que era coser dos veces una misma cosa; y le parecía el colmo de la necedad tomarse un trabajo tan estéril, cuando con una sola puntada quedaban las cosas tan bien sujetas y tan firmes.

Muchas veces sostenía entre sus dedos una aguja y examinaba la aguda punta y el estrecho ojo; y en el odio profundo y arraigado que le tenía hubiérase creído que la increpaba, y que el honrado utensilio de las labores femeninas sostenía con ella conversaciones como la siguiente:

Genara.—Vamos a ver; ¿por qué no huyes de aquí? ¿Quién te ha mandado venir a molestarme? ¿Tú no sabes cuál ha sido mi cuna? ¿O crees tú, pícara aguja, que dedos como los míos fueron creados por el Señor para que tú los pinches y los martirices?

La aguja.—Cállate, necia, cállate. ¿No sabes que no tienes más dinero que el que puedes ganar conmigo? Si yo me voy, ¿sabes lo que va a ser de ti? ¿No sabes que si no se cuenta conmigo, se tiene que contar con el diablo? A mí me inventó un ángel, el ángel de la vida familiar; y sin el apoyo de este pedacillo de hierro, de esto tan sutil y quebradizo que me constituye, ¡cuántas honras se hubieran hundido y cuántas reputaciones se hubiesen disminuido! Echa de tu corazón esos últimos residuos de orgullo Ochandianesco; déjate de esos recuerdos necios, que acabó la familia de los Ochandianos ricos y ha empezado la familia de los Ochandianos pobres… A trabajar, Genara, a trabajar.

Genara.—¡Ah!, cómo me insultas. ¿Tú crees que no he de tener yo resistencia para impedir que esos consejos se apoderen de mi alma? No; la nobleza de los Ochandianos resistirá esta época de desastres. Muchas veces he oído decir que en las épocas de tristeza para la Iglesia los cristianos se retiraron a las Catacumbas por no pactar con los gentiles. Pues de esta manera yo me retiraré a las catacumbas del hambre por no pactar con las innobles vulgaridades del trabajo.

La aguja.—Con tu pan te lo comas, Genara; es decir, sin pan te lo comas, porque no veo otro camino de que entre aquí por la mañana esa libra de pan rubio y bien cocido que huele a gloria, sino apelar a mí.

Genara.—Jamás.

La aguja.—¿Sabes para quién es la camisa que estás haciendo? ¿Quieres que te lo diga? Pues esa camisa no creas que va a ponérsela ningún caballero, ni ningún príncipe de la sangre. Es para un soldado del Regimiento de Orellana. ¿Sabes, querida mía, que esa tienda a donde va tu señora mamá todas las mañanas en busca de trabajo es ni más ni menos que una sucursal del local donde se trabaja para que se cubran nuestros bravos militares…?

Genara.—¡Cállate! Quieres que yo solicite trabajar en la camisa de un soldadote… Déjame, déjame. Yo no niego tus méritos, excelente aguja; pero reconoce que no he nacido yo para ti, ni tú para mí. Yo he nacido para tener doncellas y modistas que obedezcan mis órdenes y hagan los trajes que han de servirme para ir a las solemnidades de Palacio… ¿Tú crees que yo he nacido para estar entre estas cuatro malas paredes? ¡Cuántas veces he soñado hallarme en el salón de la China del Palacio de Oriente! Allí veo a la corte congregada y a los nobles con sus antiguos trajes… De repente aparezco, y todas aquellas personas me saludan cariñosas; hay entusiasmo y admiración en los ojos de todos los hombres, y envidia en los de todas las mujeres… Y cuando una vez se ha soñado con todas estas grandezas, créeme, aguja, que no se renuncia para siempre a ellas.

III Vestidos viejos, orgullo humano y zapatos rotos

Eran las cuatro de la tarde cuando el Sr. de Formoseda y las ilustres damas de Ochandiano salieron de paseo encaminándose a la calle de Postas.

Doña Eleuteria y Genara habían salido con los restos de antiguos trajes de seda bastante averiados: dos faldas de raso en las que el observador menos perspicaz hubiese notado las arrugas y la laciedad propias de la vejez.

Especialmente la falda de doña Eleuteria, ajustándose con sus innumerables pliegues al cuerpo enjuto y delgadísimo de la viuda, tenía todas las apariencias de un andrajo expuesto a la intemperie en días de lluvia.

La venerable dama llevaba un mantón y una antigua mantilla de blonda que desde sus entecos hombros subía a dar sombra a su cabeza, aunque no tanta como era preciso para que se ocultasen las arrugas de la frente y las canas del pelo.

Doña Eleuteria era una de estas señoras que llegan a la edad provecta sin haber conseguido el don de la venerabilidad; porque no todos los viejos se hacen, al hacerse viejos, venerables. Antes, por el contrario, doña Eleuteria tenía algo risible en su fisonomía arrugada y llena de ángulos, en su nariz larga y curva que empezaba ya a buscar la amistad de la barba, y en su demacración senil, porque contrastaba con la alegría de los ojos y con los movimientos descompasados y saltones.

Puesto había sin duda Dios al lado de tal madre tal hija, porque más vivo fuera el contraste de la hermosura de esta, siendo como era una criatura en la cual rebosaba la juventud y la lozanía. Sin ser mejores los trapillos con que se adornaba, parecían ya buenos, porque iban prendidos con los alfileres de la juventud.

(Continuación.)

El color del vestido era de pasa corinto, y tenía rasando el suelo unos agremanes oscuros con puntos y cuentas de azabache, muchas de las cuales se habían perdido, nadie sabe cómo ni dónde; y los pies, que eran todo lo menudos que pueden ser, iban, ¡oh dolor!, calzados malamente con unos zapatillos de cuero, que por cuatro o cinco distintos lados se abrían con bocas de tristeza y muerte. La industria femenina había andado en aquellas bocas, y una aguja las había cosido dándoles después de cierto unte negro que disimulase en lo posible la vejez; pero por desgracia este disimulo no bastaba; y aquellos dos pies tan bonitos bien se veía que iban encerrados en dos andrajos de piel de cabra.

Formoseda iba alegre y contento, como lo va siempre el hombre de veinticinco años cuando acompaña a una mujer tan bonita.

—Ya verán Vds. qué gran tarde pasamos… ¿No se me habrá olvidado el permiso? —dijo buscando con precipitación en los bolsillos—, no, aquí está —añadió sacando de uno de ellos un papel en que se le autorizaba para entrar en la Casa de Campo.

—¡Cuánta gente hay por las calles! —dijo doña Eleuteria.

Efectivamente, era la hora de la mayor concurrencia que iba y venía a pasear. Este pueblo madrileño que tan dispuesto se halla siempre a la diversión, había tenido un gran pretexto aquella tarde para echarse fuera de sus talleres, de sus domicilios y de sus oficinas. Y está claro, era tan hermosísimo el sol que todo lo inundaba con su luz de oro. Las calles aparecían envueltas en la ancha faja luminosa; y las sombras de los transeúntes bailaban y danzaban sobre el empedrado y las paredes de las casas.

Genara hubiese preferido que el sol aquella tarde se hubiera escondido tras de pardas nubes, porque cuanto más lucía, más triste era la vejez de su traje, y más desconsoladora la apariencia de sus zapatos.

Hacía mil ingeniosas combinaciones de pasos, y llevaba de cincuenta distintos modos hacia adelante la falda, para que al andar, con la precipitada marcha no se le viesen aquellos dos innobles pedazos de cuero; pero ellos parecían ávidos de salir a la luz, y un golpe de viento que arremolinaba alrededor de la gallarda y esbelta figura de la doncella los pliegues volantes de la seda, mostraba por entero aquellos dos pies que hubieran sido el orgullo de una princesa china, si no hubieran ido calzados con los zapatos de Mignon.

Llegaron a la calle de Postas, y al final de ella, creo que es el número 7 o 9, había una posada, tal como hoy aún las tenemos.

Era un ancho zaguán que desembocaba en un enorme patio que estaba lleno de acémilas y carros; había grupos de arrieros, unas cuantas mesas bajas en las cuales gitanos, gañanes y gente del oficio del matalotaje comían ciertos guisos caldudos y humeantes. En el fondo del patio se veía una puertecilla, sobre cuyo quicio oscilaba una rama de romero pendiente de una soga. Era la taberna, y había un verdadero cordón de peregrinos, desde las cuadras al mostrador, donde escanciaban en una medida de barro crudo, cierto líquido negruzco que traía la etiqueta de Valdepeñas, pero que había nacido de no sé qué componendas químicas endiabladas.

—¿Cómo es eso? —dijo Formoseda paseando una mirada de impaciencia por todo aquel cuadro—. No veo enganchado el carruaje… Ese pícaro de Tolendas, de seguro que nos deja con un palmo de narices… Se habrá emborrachado… ¡Babieca semejante!

Y después, encarándose con el mozo de posada que había salido al encuentro de nuestros tres amigos:

—¡Eh! —dijo—, ¿sabe V. dónde se ha metido ese borracho de Tolendas?

—¡Ah! Tolendas —dijo el mozo de posada—. Ahora creo que está…

—Sí, ya sé que estará en la taberna. Es el sitio de la reunión de todos estos.

Y dirigiose a la taberna, y allá encontró, en efecto, a Tolendas, que apuraba su quinto o sexto vaso de vino.

—Pero hombre, tienes una calma —dijo Formoseda—. Hemos dicho que vendríamos a las cuatro, son las cuatro y cuarto y no veo al coche ni a las mulas, ni te veo a ti.

—No se apure V. —dijo Tolendas—, que en seguida enganchamos. Pues digo, que soy poco dispuesto para enganchar.

En efecto, no tardó mucho porque después de apurado el último sorbo de aquel líquido negruzco, fuese a la cuadra; allí se le oyó refunfuñar no se sabe qué voces piadosas que hicieron poner a las mulas las orejas erguidas como presintiendo un zurriagazo en los lomos.

No habían pasado cinco minutos cuando un viejísimo coche de colleras con mucho barro en las ruedas, y muchas cuerdas remendando las roturas de las ballestas, estaba delante de la puerta y enganchadas a él dos mulas; una de ellas blanca y la otra alazana de desigual alzada pero de no mala estampa.

Tolendas había encendido un chicote y restañaba el látigo en el pescante. Muy pronto subió doña Eleuteria y no tardó tampoco en verse colocados a su lado a la niña y Formoseda.

Doña Eleuteria tuvo entonces uno de esos sueños femeniles de los que los hombres no podemos nunca darnos cuenta; y es que al verse en aquel coche, detrás de los cristales cerrados, al sentir huir las piedras debajo de las ruedas, al oír el restallido del látigo, y el campanilleo de las mulas, le parecía estar trasportada a aquellos felices días de su infancia en que los Ochandiano gozaban todos los placeres de la feraz Borunda, y trasportábanse en una magnífica carroza a cualquier fiesta sonada de las inmediaciones de su pueblo.

Madrid huía de ellos; y por las ventanas de la capota veían pasar en vuelo fugaz las casas y los transeúntes. Las mulas iban desenfrenadas con el continuo restallido del látigo y el vocabulario soez de Tolendas; el cual puede decirse que para avivar la marcha de sus bestias, despedía como Júpiter rayos.

Bajaron por la calle de Segovia. No era como hoy la calle de Segovia una enorme vía de comunicación abandonada; porque los ferrocarriles se han llevado el movimiento humano por otra parte de la coronada villa; entonces era la calle de Segovia una de las principales arterias del comercio de Madrid; y por ella andaban de continuo filas de carromatos y recuas de arrieraje que traían de las líneas de Alcalá, de la Andalucía, de Valencia y del Aragón alto los ricos frutos que estas feraces campiñas producían. Era un muestrario curioso y entretenido del comercio español; en el cual se veía desde el gitano de largas zancas que conduce una piara de yeguas salvajes, hasta el muletero andaluz que guía un soberbio caballo, sin olvidar el maragato que a pie va lentamente tirando de la jáquima de un mulo cargado hasta el cielo.

Cuando desembocaron en el campo, la niña tuvo un momento de alegría.

Hasta entonces todas aquellas esperanzas que ella había fundado en aquel viaje al campo se hubiesen visto defraudadas; porque ella se sentía con el alma de princesa y con el traje de mendiga.

De modo que fue necesario que una oleada de viento fresco impregnado de la humedad aromosa de la yerba llegase a la ventanilla del coche y le diese en pleno rostro. Entonces se despertó, porque la naturaleza la llamó con sus mil voces ignotas e indescifrables; y sintió dentro de su alma un movimiento y un como salto de alegría.

IV Vamos a Alcalá

La familia del señorito de Formoseda tenía su casa en Alcalá de Henares, y era de las más acaudaladas y principales de las Castillas. Aún hoy puede verse a la derecha de San Diego y a la entrada de Alcalá de Henares un antiguo caserón destartalado, pero no exento de las bellezas arquitectónicas que caracterizan las obras del siglo pasado, enorme zaguán dentro del cual pueden formarse dos escuadrones; seis o siete patios descomunales que unos desembocan en otros, y en donde se cierra el ganado de laborío; y dos piezas de fábrica de sillería rematadas por la espadaña de una capilla donde los Formoseda tienen derecho de celebrar el sacrificio de la misa por especial concesión de un Papa.

Don Claudio Bartolomé Formoseda y doña Salomé de Sigüenza eran los padres del gallardo don Ricardo y esperaban aquel día con ansia verdadera.

(Continuación.)

Habían salido en su coche, tirado por un bravo tronco de mulas a las afueras de la población, esperando ver de un momento a otro aparecer envuelto en nubes de polvo el caballo del señorito de la Formoseda galopando con dirección a los patrios lares.

Era a la caída de la tarde; una de esas horas que preceden al crepúsculo, y que ya están impregnadas de la suprema melancolía y de la tristeza poética que engendra en las cosas la ausencia del sol.

La campiña alcalaína verdegueaba bajo aquella tibia luz y una extraordinaria calma parecía reinar en los cielos y en la tierra. El silencio batía sus alas sobre aquel paisaje, y en toda la infinita extensión que desde la carretera se descubría la vida humana hallábase representada no más que por el sonido de un cántico lejano, y la actividad de hombres y brutos por el movimiento acompasado y cadencioso de tres yuntas que en lo más lejano arañaban la tierra con la punta de sus rejas. El campo parecía matizado de un mismo color, el verde profundo de los trigos ya hechos, y de las cebadas en flor. No había esa infinita variedad de matices que constituye el principal encanto de los países húmedos donde crecen el helecho y el lentisco, sino una uniformidad de tonos desesperante para el que fuese allá a buscar los atractivos de un paisaje lleno de contrastes; y que, sin embargo, poseía toda la belleza de la antigua poesía clásica que se fundaba más bien que en los contrastes, en el oculto idealismo encerrado por las formas.

Dieron las cinco en los relojes que honran los edificios de la ciudad de Alcalá, y de una y otra parte empezaron a asomar las gentes que se echaban fuera de sus viviendas para esparcir el ánimo; de aquí para allá veíanse grupos de militares que marchaban haciendo sonar las espuelas en sus botas; comparsas de clérigos que paseaban despacito, deteniéndose cada veinte pasos a mirar el terreno que habían andado; coros de muchachas con pañuelos de seda a la cabeza, y autorizadas por la cofia blanca o gris de una anciana; saltones enjambres de niños que se perseguían corriendo por las verdes llanuras de una a otra parte.

El antes silencioso y solitario campo se llenaba de gente.

Don Claudio Bartolomé de la Formoseda se había apeado del coche y apoyado en su robusto junco contemplaba el límite de la carretera hacia el horizonte invisible, y su señora dentro del carruaje movía muy rápidamente un abanico y asomaba de vez en cuando su blanca cabeza por la ventanilla, escudriñando toda la carretera.

Por fin D. Claudio levantó la vista en dirección a la derecha, y dijo:

—Ya le tenemos aquí.

En efecto, había distinguido una nubecilla de polvo en el camino; y bien pronto de entre ella se destacaron las formas oscuras de un jinete que venía al trote. Era el señorito de la Formoseda. En efecto, venía cubierto de polvo, rigiendo con desenfado y abandono un caballo negro de gran alzada y gallarda postura. Echó pie a tierra, saludó a sus padres con abrazos, y luego dijo, mostrando sus palabras un profundo disgusto:

—¿Pero qué sucede? ¿Qué motiva esta llamada tan imprevista? ¿Por qué me han llamado Vds.? He pasado muchas horas de angustia creyendo que estarían Vds. malos. Por fortuna los veo a Vds. No me explico qué es lo que sucede.

Don Claudio le puso la mano cariñosamente en el hombro, y contemplando embobado la hermosa figura de D. Ricardo, le dijo:

—Eso ahora lo sabrás. Vamos a casa.

Un zagal se apoderó del ramal de la cabalgadura de D. Ricardo, y éste entró en el coche con sus padres dirigiéndose a la casa solariega de los señores de la Formoseda.

V Al día siguiente

Al día siguiente el señor de Formoseda llevó a su hijo a la iglesia de San Diego, y allí a empujones cariñosos le llevo a la capilla que vulgarmente se llama de los sepulcros, y le dijo:

—¿Ves ese cuadro que hay en ese frontis?

—Véolo —dijo el señorito de la Formoseda—, y cien veces lo he visto. Pero ¿a qué viene el que V. me lo enseñe?

—¿Sabes lo que representa?

(Continuación.)

—Bien me lo ha dicho Fray Dimas, el dómine que me enseñó a mascullar el latín… Y V. se ha encargado de que no lo olvide repitiéndolo cada cinco días.

—Pues bien: ya lo sabes; eso significa y representa la toma del caserío de la Formoseda por tu quinto abuelo.

—¡Gran hazaña y larga fecha! Es un grato recuerdo, pero con esto de las glorias históricas no pasa lo que con el vino: pasando tiempo se hacen más débiles. Vino añejo y glorias jóvenes. He aquí, querido padre, mis ideas.

—¡Ah, ah! —exclamó riéndose alto, a pesar de la santidad del lugar, el señor de la Formoseda—. ¡Cuánto gozo de oírte! No porque sean esas mis ideas, ¡sino porque te veo con un talentazo! El mundo y los libros te han enseñado mucho.

—Los libros a pensar: el mundo a vivir.

—Pero yo no iba a eso. Esa hazaña, a pesar de tus teorías, nos ha hecho la principal familia del país. Sólo nos falta una cosa para que nuestro poderío se redondee: que la única fortuna capaz de competir con la nuestra, la de los Lustrolas, se agregue a la de los Formosedas…

El señorito hizo un gesto de disgusto y se miró las puntas de las botas.

—¿Me has entendido? —exclamó el padre bajando el tono de su ronca voz.

—De sobra, señor padre.

—Los Formosedas tenemos el don de penetrar presto el sentido de las palabras.

—Pero no entró en el cálculo de V.… ¿V.…?, hablemos en términos concretos… ¿V. quiere que yo me case con Resignada Lustrolas?

—Exactamente, exactamente, hijo mío, gloria de los Formosedas…

—… Y… eso… no puede ser.

—¿No puede ser?

—Yo tengo unos amores en Madrid…

—¿Sí?, vamos, algún trapicheo.

—No señor: va en ello mi amor de toda la vida.

—Hombre, no me extraña que te enamores, ni que te gusten las mozas, ni que las busques y andes a su husma… Pero ¡un muchacho de tu edad, guapo como tú, listo más que Cardona y rico, se deje enganchar de esa manera!… Resignada es guapa.

—Pero mi novia de Madrid lo es más.

—Resignada es rica.

—Mi madrileñita… que no es madrileñita, no tiene una peseta… ni zapatos nuevos siquiera.

—¡Lúcido amor! Chico: desde que os habéis dejado caer la ropa hasta los pies, convirtiendo el calzón en pantalones y os habéis dado a leer gacetas y periódicos no sois como antes eran los jóvenes. Por Dios, que no sacáis el jugo a la vida. Para vosotros es una caña estrujada y filamentosa: para nosotros era un surtidor de miel y Jerez. La gozábamos como un sueño de quince años. El amor era esclavo nuestro. El guardia de corps entendía el amor verdaderamente: era hijo de Venus. Vosotros sois sus hijastros… Enhorabuena, ten tus trapicheos, tus devaneos, tus amorcillos… Pero no te cargues de cadenas sin motivo… Entre paréntesis. La boda está arreglada. La heredera de los Lustrolas sabe que llegaste ayer: te espera hoy a las doce para que comas con ella. Está loca por ti. A pesar de su taciturnidad la alegría se le escapa de los negros ojazos… Anda, pillete… ¡qué porvenir el tuyo!

El señorito se quedó pensativo y con la frente baja, contando las rayas del piso de piedra.

VI La novia

Resignada era una mujer que había cumplido los veinticuatro años por San Andrés. Su rostro era la misma severidad, enjuto y seco, envuelto en las bandas negras de un pelo como el ala de la urraca, peinado sencillamente en dos trenzas que se desplegaban hacia las sienes en dos lisas masas y se retorcían sobre el occipital en un núcleo de trenzas. Los ojos de Resignada eran grandísimos, teniendo la pupila un lugar muy exiguo allá en aquella inmensidad azulada de la córnea; la niña negra, de un negro profundo y sin brillo: la córnea amarillenta, de un blanco lechoso alrededor del iris y de un blanco vidrioso hacia los vértices. Eran unas pupilas como no he visto otras; de una fijeza extraordinaria, de una inmovilidad severa, de una penetración desagradable y de una perspicacia que hacía desconfiar de ellas.

¡Ah, vosotros los ángeles del cielo de Sevilla, los artistas divinos a quienes Dios ha enseñado el secreto de hacer esos ojos que adornan el rostro de la andaluza como una estrella, un segmento azul del cielo… no habéis tenido parte alguna en estos ojos de Resignada, que hablan de una luz que no alumbra, de un fuego que no calienta, de un corazón que no ama, de una tierra que no produce y de una vida fría, lánguida, estéril e infecunda, como la del ser híbrido. La pupila de la andaluza es un rayo de sol dentro de un marco de sombra: es un algo que vive y brilla debajo de un ala de seda.

Os explicáis admirándolas las calles de Sevilla tortuosas, embalsamadas de azahar y nardo; las riñas de espadas que se buscan y retuercen bajo el balcón de una mujer hermosa; las noches de luna en que las hadas, las almas de los guerreros morunos y el espíritu de los poetas árabe-cordobeses juegan y se buscan entre los laberintos de rosales de San Telmo y se zambullen dulcemente en las olas del manso padre Guadalquivir.

Bien distintos de estos ojos los de Resignada.

Su talle era esbelto: su pecho abundante y bien formado, de una hermosa cuna que arrancaba de la cintura con suavidad, se acrecentaba y hacía más violenta en el promedio y se desvanecía en la planicie deliciosa de la garganta —¡país de dioses mitológicos, desierto de amor en que se perdían los besos!

No era pues fea, Resignada; antes por el contrario, era de una belleza indescriptible, escultural, llena de aplomo, fundada en el sólido argumento de las líneas, bien diversa de estas otras bellezas espirituales que tienen todo su mérito en la expresión, cantadas por Bécquer y Uhland1, soñadas por las imaginaciones de quince años y los Byrons en gerbe, desesperación de los Tenorios de pluma nueva, y motivo de suicidios en proyecto y no llevados a cabo por fortuna en esta última añeja etapa del caduco siglo.

VII Himeneo

El enlace de los dos troncos genealógicos llamados en las clasificaciones de la heráldica Formosedas y Lustrolas, se verificó el día 17 de mayo en la iglesia de San Diego, en aquella misma capilla llamada vulgarmente de los sepulcros donde don Claudio Bartolomé Formoseda propuso a su hijo don Ricardo el ventajoso enlace con la señorita doña Resignada Lustrola de Sonto-Rivera. Asistieron a él lo más notable de la hidalguía de Alcalá de Henares, y salieron del hondo cofre en aquella memorable mañana las prendas del antiguo vestuario del siglo XVIII, aún no desaparecido por completo de la superficie de la tierra; porque a la sazón era cuando estaba la indumentaria atravesando ese gran período de crisis que sustituyó los calzones por el pantalón, la casaca por el frac y el sombrero de candil por el sombrero de copa alta. Así como cuentan los viajeros que hoy en Constantinopla las dos generaciones, vieja la una y joven la otra, que luchan por el dominio en la política y en las costumbres se distinguen porque la primera usa el traje talar del Profeta, y la segunda las prendas cortas y ajustadas de los europeos, de igual manera en aquella época llena de gente hijodalga y nobilísima se puede observar con sólo examinar el traje quiénes eran los amigos de las nuevas ideas vertidas por la Revolución y propagadas por el Parlamento de Cádiz, y quiénes los que apegados aún con amor irresistible a la época calcinada del absolutismo, esperaban con ansia y encaminaban sus pasos a que volviese a brillar sobre la frente de algún soberano por derecho divino, aquella gran aureola que fue el orgullo del deseado don Fernando. ¿Quién sino don Lesmes Clavijo, el antiguo cobrador de alcabalas reales, podría llevar aquel estrecho pantalón de color de tórtola que tan ridículamente se ajustaba a sus encanijadas y temblonas piernas; y quién sino doña Mónica de Castroverde hubiera tenido la osadía necesaria para sacar sobre sus sienes calvas y pintadas de negro con pez para señalar el pelo, aquella enorme cofia de tres candiles que al moverse oscilaba como las alas de un pájaro moribundo? Pues qué, aquel grupo de doncellas quintañonas que en sus reclinatorios de roble esculpido están en las gradas mismas del altar de las Lustrolas y que figuran en su árbol genealógico como tres ramas muertas, pues ya en los años 65, 54 y 51 respectivamente de su vida no han abandonado la soledad virginal del casto lecho de la doncellez por los fecundos placeres matrimoniales, ¿quién sino estas tres beldades alcalaínas podrían ostentar toda la varia abundancia de extrañas vestimentas; la antigua mantilla, la peineta dorada, los largos pendientes de turquesas y abalorios, el broche de topacios y brillantes simulando una culebra que perseguía a un ratón, y el enorme abanico que hacía juego con la diminuta sombrilla; la tela de los trajes de seda del Japón representando una baraja de cartas esparcidas sobre un fondo verde de matices de seda gris bordados de lentejuelas doradas, y todos los mil detalles que hacen de sus cuerpos una ambulante prendería, representándolas en la vida como tres bellas estampas de algún libro de la antigua indumentaria?

Todo lo más antiguo y linajudo de Alcalá de Henares había salido de sus casas, y había acudido a los trajes clásicos que separaban la sangre hijodalga de la sangre plebeya, y que recordaban con su extraño gusto las glorias y los trasuntos nobilísimos de aquel gran pueblo donde los árabes han dejado tantos monumentos y tantas gotas de sangre.

Don Ricardo de Formoseda, que era hombre nuevo en todo, pasó un mal rato cuando se vio rodeado por aquella colección de estantiguas, porque odiaba todo lo que era símbolo de la pasada época a que su padre pertenecía; y a no ser porque la gravedad del acto le imponía un aspecto serio, hubiera soltado la carcajada al ver cómo todas aquellas momias empolvadas del siglo anterior se encorvaban y le hacían saludos cuando apareció llevando de la mano a la que ya era su esposa.

VIII Panteón

Estaba convenido por Formoscda con su padre y el de Resignada que el nuevo matrimonio se iría a vivir a Madrid; a cuyo fin, en el antiguo caserón que los Lustrolas poseían en la calle de don Pedro V les amueblaron el piso principal, y llevaron a las cuadras dos troncos de yeguas del país, amaestradas así para el tiro como para la silla.

¡Oh, manes del polvo y de la vejez! ¡Oh, musa que pones en la mente el arte difícil de dar vida a la muerte! Si acudierais con vuestro auxilio a mi pluma, podría esta intentar la descripción de aquella casa que hace pocos años un Ayuntamiento republicano mandó derribar en bien de la salud de los transeúntes que amenazaban ser aplastados bajo su mole.

Dos pisos la componían; sus enormes balcones con anchas verjas de hierro boleado, eran más grandes que una de las modernas casas del barrio de Salamanca. En aquellos balcones había espacio para dar una carrera de caballos, para dar una batalla, para todas las cosas que necesitan mucha tierra. Hermoso era el herraje del balcón, del orden corintio más puro y no fundido como hoy se hace en virtud del deseo de acabar pronto las cosas, sino modelado a fuerza de martillazos y lentamente; de tal modo que aquellos dos balcones representaban la vida de dos obreros inteligentes en el arte de la herrería. Las vidrieras eran del más burdo sílice, amparadas y protegidas de unos persianucos verdes alrededor de los cuales había tanto polvo como telas de araña. La primera tarde en que fueron unos criados a limpiar aquel mausoleo, al abrir estas persianas una familia de murciélagos salió volando cegados por la luz del día; y al entrar esta luz dentro de las amplias estancias de elevadísimo techo parece como que ella misma se asombró de lo que veía y alumbraba y sonrió en la superficie resplandeciente de una enorme cómoda de limoncillo, hizo guiños en los espejos grandísimos cuyos marcos dorados representaban desbordamientos de flores y frutos, y se dejó absorber por el tinte oscuro de los muebles de los cinco salones de aquella grande casa que hoy pasaría por un palacio.

Había unos del gusto de Luis XV con sus grupos de amorcillos de porcelana de Saxe sobre las mesas; en los antepechos de los balcones veladorcillos sostenidos en un único pie que era una columna salomónica; al lado de las dos chimeneas grupos de sillas doradas también, y el fondo de las paredes cubierto de seda marroquí con filetes de cuero de Córdoba.

Todo era rico y suntuoso. El piano de cola que en la sala principal aparecía cerrado y envuelto en un enorme sudario, era de lo mejor de las fábricas alemanas y llevaba ya cincuenta años sin que la mano del arte o de la belleza corriera ágil sobre las blancas teclas que el tiempo había vuelto amarillas, y las teclas negras empolvadas.

(Conclusión.)

Delante de los balcones había mamparas de seda china iluminadas por cierto con muy mal gusto por un artista místico que representó en ellas vidas de santos, degollaciones de mártires, empalamiento de profetas y otros horrores piadosos tan dignos de la palma celestial como impropios de un salón donde la gente va a bailar y a divertirse.

IX Se inicia el combate

La lucha entre aquellas dos naturalezas acrecentó de día en día. Resignada era fría, severa, cumplidora del deber y amante del sacrificio. Ricardo era ardiente, cuerpo voluptuoso y alma soñadora, enemigo de los lazos que atan, de las cadenas que sujetan, de todo lo que corta al espíritu sus alas y le convierte de ser volandero en cosa pegada a la tierra. Un momento de reflexión bastó a Resignada para comprender que era imposible toda reconciliación. No hubo reyertas, no hubo disputas. Las dos inteligencias se miraron frente a frente, se reconocieron tales como eran y se resignaron a vivir sin fundirse en la suma divina del amor.

Aquella enorme caverna de la calle de D. Pedro el V volvió a tomar su antigua y característica fisonomía de panteón. Se acabaron las risas: se desvanecieron las sonrisas de luz que corrían por el mueblaje del gran salón de gusto Luis XIV cuando se reunían de noche en él los jóvenes esposos. Volvió a caer la sombra: volvió a reinar el silencio. Torva la mirada, el dios penate de los Formosedas guardó aquel recinto con las manos cruzadas y la frente hundida con tristeza en el infinito mar de las penas sin consuelo, de los desastres irremediables, de las resignaciones sin llanto, de los amores helados y de las lágrimas que se congelan antes de salir a la luz.

X Primavera

El día de Corpus Christi fue fecundo en sucesos. Porque Ricardo se había entregado por completo al dolor de no ser comprendido por su mujer y había visto cómo aquel frío de su vida conyugal cauterizaba en su alma fibra a fibra todos los del amor: también cauteriza el hielo.

Aquel día salió de paseo solo. Era el pleno dominio de la primavera.

¡Qué alegría en el ambiente! ¡Qué júbilo en el aire! ¡Qué palpitación de alas entre los bosquecillos de la Casa de Campo! El rayo de sol: la rama del álamo: el pájaro. Estos eran los símbolos de aquella alegría infinita de cielo y tierra.

Como no hay cosa viva o muerta que no se entre en el vasto campo del alma cuando el alma sufre, Ricardo oyó que estas tres representaciones del amor primaveral le decían…

Pero esto merece cuartilla nueva.

XI El pájaro, el rayo de sol y la rama del álamo

(Hay un momento de silencio. Ricardo se ha sentado a la sombra del álamo y ha descubierto su cabeza.)

El pájaro.—¡Tonto! ¡Hombre de alma muerta!… ¿No sabes que hay quien te ama?… ¿te has olvidado ya de aquella hechicerísima niña de los zapatos rotos?

Ricardo.—Es verdad. Aquella fue un trapicheo que no ha dejado raíz en el alma.

La rama.—¿Que no ha dejado raíz? Cuando plantaron a mi padre…, este hermoso álamo que te da sombra… la raíz no se sentía, no se veía… pero luego creció, se ensanchó, se agitó bajo tierra como una culebra y hoy está mojando sus puntas en el río, a cien metros de aquí.

El rayo de sol.—Busca a esa mujer que te adora. Puede que se esté muriendo de hambre.

Ricardo.—Ella me amaba de verdad. ¡Pobre Genara!

El pájaro (viniendo a posarse delante de Ricardo).—Puedes consolarte con ella de tus infortunios domésticos.

Ricardo.—¿No me rechazará?

La rama.—¡Rechazarte!… Está seguro de que no… Sueña contigo, llora por ti, besa sin cesar el retrato que le diste… y se muere de hambre.

Ricardo (levantándose).—¡Ah! Entonces ¿qué espero? Es una obra de caridad socorrerla.

(Cubre su cabeza con el sombrero y se va.)

El pájaro (viniendo a posarse en la rama).—Se adoran… se adoran… ¡Pobre Resignada!

La rama (columpiándose bajo el peso del pájaro).—Resignada se llama así por algo… Es un ser frío: no morirá de pena.

El rayo de sol (colándose por entre las sombras para buscar al pájaro y a la rama).—El amor tiene sus leyes invencibles. Nada puede impedir que se cumpla su lógica.

XII

En efecto: el amor tiene sus leyes invencibles. El señorito de Formoseda anduvo unos cuantos días acometido de un delirio, de una ilusión, de un vértigo. Creía que el amor era una armonía del cuerpo y el alma, una sinfonía de sentimientos y sensaciones, un dúo de dos seres, templados en el mismo tono como dos cuerdas iguales de una cítara doble. Y se le presentaba en forma bien distinta. Hondas diferencias de carácter le separaban de Resignada. Pero la seriedad de su alma se oponía, por otra parte, a devaneos ilegales, a un amor fuera del matrimonio. Adorar a Genara y ser adorado de ella le parecían cosas fáciles. Pero no encontraba gusto en ese amor a escondidas, en una pasión que era un crimen, en un deleite que tenía que gozar ocultándose del mundo… ¡Qué bonita era Genara! Pero en cambio ¡qué majestad había en la virtud adusta, severa de Resignada! El amor de aquella tenía para Ricardo el encanto de lo desconocido: el amor de ésta tenía para Ricardo el encanto de lo respetable.

XIII

Pero en aquellos días de vacilación y duda ocurrió una cosa importante. Resignada dio a luz. Aquel niño sonrosado, que agitaba sus piernecillas entre el raso de sus faldas, parecía, bajo los encajes de sus bautismales adornos, una flor de salud y vida.

Formoseda sintió una oleada de sangre acudirle al cerebro y dentro de él inflamarse en una gran idea.

—¡Necio de mí! —exclamó—. Buscaba mi corazón y hete aquí que este niño, este angelito lo trae entre sus invisibles alas.

Miró a Resignada, y viéndola sonriente, por primera vez, entre los dolores del alumbramiento, le cogió una mano y se la besó; mientras su alma pensaba:

—Es una santa, es aún más: es una madre.

Fin

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