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¡Fatalidad!

Por Florencio Moreno Godino

Nota previa

Se reproduce a continuación el folletín ¡Fatalidad!, de Florencio Moreno Godino.

Ganso y Pulpo ha realizado su edición a partir del texto publicado en la revista La Ilustración artística entre el 28 de mayo y el 25 de junio de 1882 (año I, núms. 22-26).

Su publicación en formato HTML abarca los días 25 de abril al 29 de abril de 2016.

El texto se ha podido actualizar ortográfica y gramaticalmente, de acuerdo con las reglas vigentes del idioma español.

En cuanto a la licencia de esta edición debe tenerse en cuenta que el texto reproducido es de dominio público (Florencio Moreno Godino falleció en 1906). Por otra parte, la edición aquí presentada se distribuye gratuitamente bajo licencia Creative Commons por la editorial electrónica Ganso y Pulpo, que espera se comparta en los mismos términos que los estipulados originalmente (edición íntegra, sin ánimo de lucro y respetuosa tanto con el texto como con el trabajo desempeñado por la editorial).

Sin más, esperamos que disfrute de su lectura. Todas sus apreciaciones, sugerencias y observaciones son bienvenidas en nuestro formulario de contacto. Esperamos, además, su participación en el comentario del folletín en las redes sociales, empleando el hashtag #GodinoFatal.

Prólogo

I

Hace dos años, un joven de agradable presencia, sencilla y elegantemente vestido, estaba sentado a la puerta de uno de los efímeros cafés, que, con motivo de la feria de Sevilla, se construyen en el Prado de San Sebastián.

Este joven se llamaba Luis de Aguilar, pertenecía a una noble y rica familia de Alcalá de Guadaíra, se había educado en París y después de viajar algunos años por Bélgica, Inglaterra e Italia, volvió a Sevilla al lado de su anciana madre, deteniéndose solamente algunas semanas en Madrid. Luis, no obstante sus 21 años de edad, tenía un carácter inclinado a la melancolía: así es que desde su regreso a la hermosa ciudad del Betis, apenas se había separado de su madre, a la que amaba entrañablemente.

Luis, que era algo poeta, aunque no hacía versos, se hallaba en ese momento supremo, que en los jóvenes de corazón y de inteligencia, decide de su porvenir. La juventud rica e inactiva necesita expansiones desconocidas a los que llevan una existencia trabajosa, y como el espíritu no sea enteramente frívolo, el corazón se socava si no puede dilatarse. En el de Luis había una gran levadura de sensibilidad que necesitaba de gran fuego para fermentar, porque nuestro joven no sentía esas impresiones frecuentes y rápidas que constituyen el encanto de la juventud.

Sus ideas eran confusas: experimentaba el vacío, buscaba la plenitud y no sabía en dónde hallarla. Su clara inteligencia hacíale comprender que a los 21 años el amor es el complemento y el fin de la vida, y algunas veces había hecho esfuerzos para enamorarse, pero en vano: su corazón, tibio un momento, volvía a enfriarse, y la mujer preferida a serle tan indiferente como las demás.

El amor es tan inesperado como la inspiración poética: viene cuando quiere y no cuando se le llama.

Así es que, desalentado por sus inútiles conatos, Luis pensó con espanto en que tal vez podía hallarse condenado a la impotencia moral y su corazón encallado entre hielos eternos; quizá supuso que era tan pequeño que solo podía dar cabida al amor filial, y desde que abrigó estas ideas, se refugió en el cariño de su anciana madre, como en una postrera tabla de salvación.

Hallábase en Nápoles, y, aun cuando pensaba continuar sus viajes durante algún tiempo, preocupado por estos pensamientos, volvió apresuradamente a Sevilla.

Preciso era que Luis estuviese muy triste, y quizá algo maniático, para que pudiera resistir a la alegre influencia del panorama que se ofrecía a su vista, mientras que sentado a la puerta del café paseaba su distraída mirada por el prado de la feria.

El cielo, ligeramente velado por nubes blancas y de color de rosa, mostraba a través de ellas un azul deslumbrante. Había llovido la noche anterior, y la brisa, húmeda aún, soplaba impregnada de los olores de los jardines de San Telmo. El sol, que pugnaba por romper las nubes, consiguiéndolo a medias reflejaba sobre las infinitas tiendas levantadas en aquel extenso prado, caprichosos efectos de luz.

Era una de esas mañanas de Sevilla, en que hay palpitaciones en el aire y arrullos inauditos en el ambiente, henchido de una savia vivificadora que penetra en el corazón llenándole de la vida de la primavera.

Así es que, la inmensa multitud que apenas cabía en el prado de San Sebastián, bullía gozosamente.

Había allí millares de mujeres hermosas, más hermosas todavía por la influencia del sitio y de la estación; porque la mujer andaluza, semejante a los niños, se trasfigura en el campo, al aire libre, cimbreándose como una flor sobre su tallo y necesita instintivamente para dilatar sus miradas, el infinito espacio, en vez del limitado artesonado de los salones.

Pero Luis no sentía el influjo primaveral, ni se animaba con aquella maravillosa exhibición de lujo, de belleza y de alegría.

Súbito, su vista se fijó en un punto, y quedose absorto, fascinado, inmóvil como un pájaro paralizado por un efluvio magnético o como un antiguo caballero andante a quien un hada maligna dejara encantado en medio de una floresta. ¿Qué causa motivaba esta repentina trasformación en nuestro héroe? Una en realidad sencilla, pero muy extraordinaria, atendiendo a los antecedentes y al carácter de Luis.

II

Una mujer, casi niña, acompañada de dos caballeros, uno de los cuales la llevaba del brazo, se aproximaba lentamente por el paseo cercano al sitio en donde se hallaba Luis.

Aquella joven rayaría apenas en los 17 años, y cuanto pudiera decirse no sería suficiente para expresar la delicada belleza de su semblante.

Castaños y sedosos cabellos coronaban su frente, atenuando con sus tintas sombrías el fuego de sus ojos garzos, rasgados y brillantes, en los que se notaba una expresión profunda, serena y ardiente a un mismo tiempo. Su tez, de una blancura mórbida y suave, tenía el color terso y mate de la de un niño enfermo, con el que contrastaba admirablemente la frescura de sus labios húmedos y encendidos como una rosa que comienza a entreabrirse. Un aristócrata, observando las líneas vigorosas a par que correctas de su nariz, la altiva actitud de su cabeza, pecho y hombros, y la palidez de su semblante, hubiera reconocido en ella la heredera de una raza histórica; un artista habría elegido su frente para modelo ático y un escéptico, al contemplarla, creería en la segunda naturaleza, en la diversidad de las razas humanas y en los seres medio entre los ángeles y los hombres.

Llevaba un vestido de muselina color de lila, cuyas flotantes mangas hacían parecer más esbelta y flexible su cintura y más pequeñas sus manos descarnadas y un poco largas, como las de las vírgenes de Rafael. Un cuello de batista liso rodeaba pudorosamente su garganta y un velo negro airosamente llevado completaba su sencillo atavío.

Luis, al verla acercarse, experimentó una sensación profunda, que al modo de una flecha de fuego, abrasó primero sus mejillas y, estremeciendo su cuerpo, fue a refluir en su corazón. Luego, a aquella emoción ardorosa y febril, sucedió un deliquio inefable que inundó de alegría su alma: alegría nerviosa, enérgica, casi salvaje, que hizo latir sus arterias; pues no habiendo sentido nunca impresiones semejantes, tuvo la revelación de la viril impetuosidad de su corazón, que él creía frío, vacío e incompleto.

La joven pasó por delante de Luis, y este, sin darse cuenta de lo que hacía, se puso en pie y la siguió.

Evocó sus recuerdos de la niñez; pasó revista en su memoria a todas las niñas que habían compartido sus juegos infantiles; en vano: no halló el menor indicio de quién pudiese ser la desconocida que tan profunda e inesperada impresión le había producido.

Estos pensamientos le preocuparon algunos momentos, y volvió a caer en el éxtasis de la contemplación.

La joven andaba con un contoneo admirablemente gracioso, en el que había elegancia y languidez. Durante un momento se detuvo a ver los objetos expuestos en una rifa, y apoyándose en el caballero que le daba el brazo, mostró a las ávidas miradas de Luis el pie más delicioso del mundo.

Era un pie liliputiense que hubiera podido calzarse el zapatito de la puerca cenicienta. En la parte superior tenía una curvatura modelada con delicada suavidad, mientras que en la inferior formaba una especie de arco que comenzaba en un talón fino y descarnado y debía, sin duda, acabar en unos dedos blancos y de color de rosa. Luis, al verle, recordó el de la Leda de Benvenuto Cellini, que había admirado en el palacio Pitti de Florencia.

Aquel pie calzado con el lindo zapato español, comenzó a golpear el suelo y tomó todas las posturas imaginables; irguió su punta como un ave que levanta el pico, pronta a volar; la bajó hasta la tierra como una golondrina que, suspendida en el aire, se inclina para beber en un arroyo; se recostó graciosamente a uno y otro lado como desafiando a la mirada a que hallase en él la más ligera imperfección.

Hizo inocentemente tan provocativas muecas, que Luis estaba encantado.

La joven y sus dos caballeros, que eran ambos de alguna edad, siguieron andando. En un momento en que Luis se acercó, oyó hablar a aquella en francés, pero con acento enteramente español: tenía, como dice Balzac, la voz de plata.

III

Mientras seguía a la desconocida, se despertó en nuestro héroe la levadura poética, unida a los refinamientos de su elegante organización.

Elevó magníficos palacios en donde reunió los bronces más antiguos, las más ricas porcelanas, los muebles más raros y preciosos, las obras artísticas más admirables, desde la Venus de Praxíteles a la Psiquis de Canova, y los habitó con ella. Se balanceó a su lado sobre los almohadones de carruajes blasonados y resplandecientes. Viajó con ella por todos los países del mundo; atravesó los canales de Venecia, bajo los pabellones de púrpura de una ligera góndola; corrió por las nevadas calles de Moscú y de San Petersburgo arrastrado por un rápido trineo; se sentó con ella en la playa de Nápoles a oír los cantos de los pescadores de Procida; surcó los ríos del Nuevo-Mundo como Chactas, en una balsa impelida por la corriente, llevando como él a su Atala, tan amante, pero más hermosa; oyó las melodías de Bellini en un jardín silencioso y perfumado; se embelesó en amorosos coloquios a la caída de una tarde de otoño, en la ribera de un lago de Suiza o en el terrado de mármol de una quinta de la campiña del Arno; besó aquel pie incomparable en las íntimas veladas de invierno, en un gabinete templado por la alegre lumbre de la chimenea; finalmente, deliró una existencia embellecida con todos los ardientes deliquios del amor, y con los prestigios del lujo y de la opulencia.

¡Oh!, ¡cómo comprendió entonces el culto consagrado a la mujer en la Edad Media!, ¡cómo se le revelaron todos los sentimientos de la pasión de los grandes poetas y de los grandes artistas! No la pasión sensual que hizo morir a Rafael en brazos de la Fornarina, sino el amor respetuoso y tierno del Dante hacia Beatriz; la adoración abstracta en que, bajo el nombre de Laura, encarnó el Petrarca la esencia de sus cantos que repitieron los ecos de Vaucluse; esa apoteosis de la mujer, que presintió Platón entre las voluptuosidades carnales del amor antiguo.

IV

Embelesado en estos encantados sueños, nuestro joven siguió a la desconocida, cuyo pie le pareció que dejaba una estela luminosa como la nave en el sereno mar, hasta que aquella y sus dos caballeros llegaron junto a la calle que desemboca en el prado de la feria, y subieron en una lujosa carretela, que sin duda les esperaba.

Este incidente, no previsto por Luis, le llenó de azoramiento.

Miró hacia todas partes, buscando un coche de plaza; pero todos los que iban y venían estaban ocupados.

Entre tanto, la carretela se alejaba.

Luis corrió en pos del carruaje atropellando a los transeúntes, que le creyeron loco, y estábalo en efecto, pues locura era seguir el rápido trote de las dos magníficas yeguas meklemburguesas que tiraban de la carretela.

Esta se alejaba cada vez más; Luis corría a más no poder; pero, no obstante sus esfuerzos, al llegar a las gradas de la catedral la perdió de vista.

Entonces, desesperado y jadeante, se dejó caer en uno de los asientos de la Plaza del Triunfo.

Allí permaneció algunos instantes, experimentando una cosa parecida al triste azoramiento que produce el despertar de un sueño agradable.

Luego, ya más tranquilo, pensó el siguiente monólogo:

«¡Bah!, me abato demasiado pronto: ella es andaluza: con aquel pie, con aquel gracioso contoneo, no puede ser de otra parte. Indudablemente vive en Sevilla… de todos modos, necesito encontrarla, y la encontraré».

Hechas estas consoladoras reflexiones, se puso en pie, y se dirigió hacia el centro de la ciudad.

En la calle de Génova se encontró con el conde M…, amigo suyo de la infancia que, abrazándole con efusión, le dijo:

—¡Querido Luis!, ¿cuándo has venido?

—Hace seis días.

—¿Y cómo no te hemos visto?

—Los he pasado al lado de mi madre.

—Supongo que no nos abandonarás.

—Creo que no.

Ambos jóvenes, que llevaban la misma dirección, siguieron andando juntos.

—Te hallo triste, preocupado —dijo el conde observando a Luis.

—Lo primero no, lo segundo tal vez.

—¿Cómo?

Entonces, nuestro joven, que sabía que el conde conocía a toda Sevilla, le contó su encuentro de la feria, haciéndole una descripción apasionada de la belleza de la desconocida.

El conde reflexionó un momento y dijo:

—Me parece que sé quién es.

—¿Quién? —preguntó Luis con el corazón palpitante.

—Tez blanca y pálida, boca sonrosada, contoneo al andar, pie de privilegio, carretela con tronco meklemburgués, no puede ser otra que la marquesa de J…

—¿Casada?

—Sí, amigo mío.

Luis sintió frío en el corazón.

—¿Podré verla?

—Cuando quieras. Yo te presentaré a ella.

—¿Cuándo?

—Esta misma noche. Hoy es último día de feria e indudablemente irá al baile del casino.

—¿Dónde vive?

—En la calle de Trajano, n.° …

Los dos jóvenes quedaron citados para por la noche.

V

Luis entretuvo su impaciencia pasando muchas veces por la calle de Trajano, pero la casa en que suponía que moraba su ídolo permaneció constantemente cerrada.

Aún no había llegado el tiempo en que todas las casas de Sevilla, abiertas por causa del calor, se trasparentan.

Llegada la hora, Luis se vistió con esmero, buscó a su amigo, y dirigiéndose ambos al Prado de la feria, penetraron en la tienda del círculo del Casino.

El baile había ya comenzado; pero la marquesa de J… no se hallaba allí todavía.

—¿Vendrá? —preguntó el conde a uno de los íntimos de aquella.

—Sin duda —contestó este—, por lo menos tal era su intención.

Luis estaba triste e impaciente a la vez. Su recto carácter rechazaba los amores ilícitos y una parte de sus deliciosos ensueños habíanse desvanecido; pero sentía una imperiosa necesidad de volver a ver a aquella mujer, única que había hecho vibrar las fibras de su corazón. Como todos los enamorados buscaba términos medios de transigir con su conciencia.

—Nunca le declararé mi amor —se decía—, la veré, la trataré: esto me basta.

El amor naciente se contenta con poco y la primera ilusión de los amantes es creerse felices con cualquiera cosa: luego la pasión se desborda y exige más cuanto más obtiene: es un arroyo que acaba en el mar.

Luis, sentado junto a la puerta de entrada del Círculo, estaba entregado a estas y a otras reflexiones.

De repente sintió una mano que se posaba sobre su hombro, y el conde de M… le dijo:

—Ya está ahí.

Luis se puso en pie, se aproximó a la puerta con su amigo, que con un grupo de algunos caballeros, se adelantaron a recibir a algunas señoras que llegaban.

—Aquí está la marquesa —dijo el conde, señalando a Luis una joven de deslumbrante hermosura que se adelantaba—. ¿Es ella?

—No —contestó nuestro héroe dejándose caer en un diván.

VI

—Una mujer joven y elegante —dijo el conde—, en la última noche de feria, no puede menos de estar en algún baile, levántate: vamos a recorrer todos los círculos.

Luis siguió a su amigo.

Penetraron en todos los salones en donde se bailaba, pasaron por delante de todas las tiendas particulares, registraron todo el prado de la feria.

En vano: la desconocida no estaba en parte alguna.

—Es extraño —dijo el conde—, ¿será una de las muchas inglesas que han venido de Gibraltar? El tren de Cádiz ha marchado esta tarde lleno de extranjeros.

Luis no contestó. Estaba desalentado: en su corazón había un contrasentido; porque la juventud es la esperanza, y no obstante, nuestro joven creía en una especie de fatalidad que debía condenarle a eterna soledad de corazón.

Esta creencia, especie de monomanía, indisculpable en Luis, y solo concebible en los que han sufrido mucho, coartó su energía. Otro amante, en su caso, hubiera dicho: ¡Yo encontraré a la que amo y sin la cual no puedo vivir!; y de seguro la hubiera encontrado; bien así como un preso aherrojado en su calabozo, viendo al través de los hierros de su ventana el cielo azul, las verdes praderas y el espacio infinito, exclama: ¡Yo recobraré la libertad!

Los grandes deseos, las pasiones profundas, tienen el ímpetu irresistible y las inteligentes revelaciones del genio, que casi siempre se realizan.

Luis, enérgico a medias, sin embargo de que la impresión que en él produjo la desconocida beldad fue verdaderamente extraordinaria; hizo lo que un amante vulgar. En los días siguientes recorrió los paseos, los teatros; todos los sitios públicos; habló de su encuentro a algunos amigos íntimos, esperando que le diesen algún indicio; confió durante algún tiempo en la casualidad y luego cayó en su extraño fatalismo.

Hubo una circunstancia atenuante en esta ceguera del corazón de Luis, que no pudo hacer la luz en el caos de su amor. Una enfermedad de su madre, peligrosa en la avanzada edad de esta, le retuvo a su lado y se complicó, digámoslo así, con su habitual desesperanza, haciéndole desistir de sus amorosas pesquisas; de suerte que cuando aquella se restableció lentamente, el recuerdo de la hermosa de la feria, surgía menos vivo y más de tarde en tarde en la memoria de Luis.

Algún tiempo después se encontró un día con el conde de M…, que había estado ausente de Sevilla.

—¿Y tu amada de la feria, ha parecido? —le preguntó el conde.

—No —contestó Luis.

—De suerte ¿que ya te habrás olvidado de ella?

—Los sueños se olvidan pronto.

(Continuación.)

Parte primera

Sevilla, 11 de mayo

Eugenia mía: eres irresistible; pensaba reñirte por el retraso con que contestas a mis cartas; pero al leer tu última me has desarmado y no puedo menos de mandarte un beso. Tiemblo por tu novio, cuando lo tengas, porque si le escribes vas a trastornarle el juicio. ¿Con que, por causa de nuestra larga separación, me quieres más que cuando estábamos en el colegio? ¡Zalamerilla! Con frases semejantes me engañabas y hacía siempre tu voluntad. Por otra parte, no puedo menos de ser indulgente contigo; pues me hago cargo de lo que es la vida de Madrid. Te acuestas a las mil y quinientas y por consecuencia te levantas a las dos mil. Tienes que vestirte tres veces al día, recibir por la mañana, pasear por la tarde, ir al teatro por la noche, y estas graves ocupaciones, unidas a otros acontecimientos imprevistos, absorben por completo tu tiempo y no puedes ocuparte con gran asiduidad de la pobre provinciana.

Me dices que te hable de mi vida: mi vida es la de siempre y se resume en estas palabras: monotonía y tranquilidad. Mi hermoso patio de nuestra casa de la calle de Colón, que acabo de enriquecer con un soberbio cactus y dos plátanos gigantescos; mi tío casi ciego, que me hace le lea el Quijote; mi tía, que algunas noches, después de rezar el rosario, me lleva a la tertulia de la Marquesa de la G…; por la tarde unas cuantas vueltas en coche por la orilla del río, y… nada más. A propósito, me dices que las tertulias en provincia son peligrosas para el corazón: el mío no corre ningún riesgo; mi estancia en Madrid, y tus melindres respecto al modo de considerar a los hombres, me han hecho a mi vez muy exigente: soy algo novelesca, pero poco impresionable; solo un espíritu serio en un corazón joven podrían fijar mi elección, y como estas cualidades son raras, estoy por ahora perfectamente segura.

Algunas veces recuerdo nuestras conversaciones de colegio: ¡Quién será la primera!, decías. Seguramente tú, Eugenia mía, a pesar de que tienes más armas defensivas. En el tráfago de esa vida elegante y agitada, no hay tiempo de pensar y no puedes entregarte a las vagas meditaciones que suelen asaltarme en mis frecuentes ratos de soledad.

Mi tío se recoge temprano, y las noches que no vamos a casa de la Marquesa, mi tía dormita, y yo, meciéndome en mi silla, me paso dos o tres horas en el patio de casa.

Pues bien; ¿quieres que te lo confiese? Estas horas son las verdaderamente peligrosas; el aroma de las plantas que me rodean, me turba; el ruido de la fuente que hay en mi patio, se me figura el de una voz que cuchichea palabras extrañas. Además, a veces se oyen serenatas lejanas… y siento… no sé… es como el bosquejo de un sueño, una cosa impalpable que flota en el espacio, un movimiento en el corazón, y… no te rías, lágrimas en mis mejillas.

Llega la hora, me acuesto, rezo, duermo toda la noche, y por la mañana abro mi balcón cantando, y algunos días, aunque no lo mereces, pensando en ti.

Adiós; recibe el beso que te he mandado al principio de mi carta.

Blanca

Sevilla, 20 de mayo

Eugenia mía: temo y deseo escribirte; lo primero, porque vas a burlarte de mí; lo segundo, porque, como en esta vida de provincia cualquiera cosa es un acontecimiento, tengo necesidad de hablarte de uno.

Anteayer… estoy inquieta porque indudablemente fue un día casi extraordinario, en que me sucedieron cosas inusitadas. En primer lugar, me desperté, sin saber por qué, mucho más temprano, de suerte que cuando abrí el balcón aún el sol no había salido. Además, mi canario, que es un perezoso, que nunca canta hasta bien entrado el día, mientras yo me vestía, trinaba ya desaforadamente: esto me chocó mucho y me parecía como que cantaba en mi corazón. A las nueve, mi tía y yo fuimos como de costumbre a misa a la Catedral, que, como sabes, está cerca, y allí… si te ríes no te querré… Además, bien considerado, allí no me sucedió nada de particular.

Esto te parecerá algo oscuro; a mí también; pero, en fin, me explicaré como pueda.

Cuando estuviste en Sevilla, admiraste mucho una imagen de la Virgen de la Concepción, que hay en una capillita de la Catedral. Mi tía es especialmente devota de esta preciosa efigie, obra de Montañes, y yo no me canso de contemplar aquel divino semblante lleno de una dulzura y de una majestad indecibles. Pues bien, después de la misa, fuimos, como todos los días, a rezar ante esta imagen. Yo, terminadas mis oraciones, me senté en el suelo, esperando que acabara mi tía las suyas, cuando he aquí que veo aproximarse a la capilla dos personas que desde luego fijaron mi atención.

Antes de continuar te ruego que me perdones; pues demasiado se me alcanza que en aquel sitio no debí reparar tanto en ciertas cosas.

Las dos personas que se acercaron eran una anciana que andaba con suma lentitud y un joven, en cuyo brazo se apoyaba. Tenía aquella los cabellos blancos, y en su rostro noble y expresivo, no obstante su avanzada edad, se marcaban las huellas de recientes padecimientos. En cuanto al joven, solo podré decirte que no he hallado un semblante más simpático ni una figura más agradable y distinguida. Debían ser madre e hijo; en primer lugar, por el parecido que en ambos se observaba, y luego porque los cuidados del amor filial no pueden confundirse con ningunos otros.

Después de ayudar a sentar a la anciana en el suelo (ya sabes que en la Catedral no hay bancos), el joven permaneció en pie detrás de aquella.

Yo le observé de reojo y te aseguro que lo que más me llamó la atención en él fue su aire grave y el sello de melancolía impreso en su semblante. De seguro ese joven debe estar muy triste, o quizá enfermo; pues está casi tan pálido como la anciana a quien acompaña.

Salimos de la Catedral dejándolos en ella, y no puedo menos de confesarte que en el resto del día pensé con cierta insistencia en estas dos personas completamente desconocidas para mí. ¿Quién es esa señora de tan noble aspecto; cómo no he visto nunca en ninguna parte a ese joven tan distinguido; de qué causa proviene la tristeza que he creído notar en él; cómo se llama? Yo, a falta de otro, ya le he puesto un nombre, que se me ocurrió la otra noche leyendo el Quijote a mi tío.

En este libro se refiere que cuando Amadís de Gaula, a consecuencia de los desdenes de su dama, se retiró al campo a hacer penitencia y atormentarse, tomó el nombre de Beltenebros, que quiere decir bello tenebroso; por tanto, el desconocido de la Catedral se llamará así por ahora.

Pues bien; a la mañana siguiente vi también en la Catedral a Beltenebros y a la señora a quien acompaña, y ya hace seis días que se repite este encuentro. Deben ser ricos y vivir lejos; pues antes de ayer, que salieron de la Catedral casi al mismo tiempo que nosotras, les vi subir a una elegante berlina y marcharse por la calle de Génova.

Tengo grandes deseos de saber quiénes son: no te rías, pues es solo mera curiosidad. ¿Qué otra cosa había de ser? Beltenebros apenas me mira.

Blanca

Sevilla, 2 de junio

Eugenia mía: eres una maliciosa de primer orden, lo cual no impide que en algunas cosas tengas razón. Es verdad, Beltenebros, como hemos dado en llamarle, me interesa cada día más, a lo cual contribuye, sin duda, nuestra semejanza de destinos. Él acompaña a una anciana, yo a otra; oímos misa en el mismo templo, rezamos a la misma Virgen… A propósito, estoy muy contenta, ¿por qué he de ocultártelo? Beltenebros ha salido de su habitual reserva, y aunque lo que voy a contarte puede ser solamente un acto de cortesía, también pudiera ser… otra cosa.

Ayer mi tía y yo rezábamos ante la capillita de la Virgen. Beltenebros y su madre (ya sé que lo es) estaban detrás de nosotras. Terminadas nuestras oraciones y cuando íbamos a marcharnos, yo metí la mano en mi bolsillo para sacar la ofrenda diaria que depositamos en el cepillo del altar; pero por más que registré no hallé moneda alguna: se me había olvidado. Juzga, pues, de mi sorpresa y confusión, cuando vi a Beltenebros, que inclinándose con un ademán lleno de gracia, me dijo:

—Señorita, he creído notar que había olvidado usted el dinero. Voy, pues, a depositar en el cepillo de la Virgen la ofrenda de los cuatro.

Y echó una moneda de plata.

Yo estaba tan turbada, que apenas acerté a darle las gracias.

Salí del templo, y el resto del día canté, reí, medité, incurrí en mil equivocaciones leyendo el Quijote: en fin, fui algo loquilla. Pero soy feliz y te envío un beso estrepitoso.

Blanca

Sevilla, 10 de junio

Eugenia de mi alma: estoy muy triste, tanto, que estos días, ni ganas he tenido de escribirte. Mi novela, como tú dices, ha terminado, y de un modo tan brusco, que me ha causado doble impresión. Después de un día de alegría, de esperanza, de castillos en el aire, y sobre todo, de impaciencia por volver a la Catedral; a la mañana siguiente a aquella en que sucedió lo que te referí en mi última carta, y cuando esperaba verle, no le vi… no he vuelto a verle más: él y su madre han desaparecido.

El primer día esto me contrarió mucho, pero como no tenía nada de particular, aguardé al siguiente, y luego al otro y al otro, y así han pasado ocho, sin que hayan vuelto a la Catedral. Esto es muy cruel, porque al cabo yo no tengo la culpa si ese joven me interesaba. Ya me pesa haberle conocido. Antes vivía tranquila y era feliz, mientras que ahora me falta algo y siento una opresión, una cosa que no acierto a explicarte. He pensado en si estaría malo o tal vez su madre, y también en que podrían haberse ausentado de Sevilla, pero de todos modos su conducta no parece regular. Me mira algunas veces, me habla por un motivo que parece un pretexto, y cuando yo me iba acostumbrando a verle todos los días, desaparece. Creo que tengo razón para estar incomodada con él, porque al fin y al cabo él ha debido notar que me interesaba; mis ojos, a pesar mío, deben habérselo dicho algunas veces. ¡Está malo!, convenido; pero bien pudiera buscar algún medio de que se supiera. ¡Ha tenido que ausentarse!; la necesidad no sería tan urgente. ¡Está enferma su madre!; él podía separarse un momento de ella y venir…

Perdóname estas tonterías: estoy medio loca.

Suponiendo que podrían haber variado de hora para ir a misa, yo, buscando mil pretextos, he hecho que fuésemos a distintas. Es más; alegando una promesa, he permanecido un día en la Catedral, acompañada de mi doncella; desde que se abrió hasta que se cerró el templo. Y todo en vano: ya se ve, los hombres son así; ¿qué supone para ellos una mujer? Ese joven dirá: había allí una que me miraba, y… no se acordará de mí.

Esto es insoportable.

Y luego tengo que sufrir en silencio, porque ¿con quién he de desahogar mi corazón? Mi tía acaso me riñese; mi tío se reiría de mí. ¡Ah!, ¡si tú estuvieras a mi lado!, sé que al principio te burlarías, pero acabarías por consolarme o llorar conmigo.

Me fastidia salir de casa, y como mi tía la mayor parte de las veces solo sale por darme gusto, hace ya días que no vamos a ninguna parte.

Eugenia, haz porque no te guste ningún hombre.

Blanca

Sevilla, 20 de septiembre

Eugenia, Eugenia mía: estoy casi contenta y ya no te aburriré con el melancólico tono de mis cartas. Te he dicho que me había consolado, que no me acordaba de él; pues bien, he mentido, en estos largos y mortales meses que han pasado desde la última vez que le vi en la Catedral, he sufrido mucho, porque sufrir es no tener gusto para nada, desear estar sola siempre, no dormir de un tirón toda la noche, llorar sin saber por qué, y otras cosas que omito. Ahora me pasa poco más o menos lo mismo, pero de distinto modo.

Aclararé estas oscuridades.

No tengo gusto para nada que no se refiera al deseo íntimo de mi corazón; deseo estar sola para gozar con el pensamiento; no duermo toda la noche, porque una parte de ella se me pasa en deliquios que se parecen a sueños felices: mis ojos a veces se humedecen de llanto, que es como un rocío del corazón.

Una frase te explicará estos enigmas.

He vuelto a verle.

La otra noche, cumpleaños de mi tía, fui, casi por fuerza, al teatro de San Fernando, en donde desde hace pocos días actúa una compañía de verso. El corazón es un mudo que no dice nada; pues si no, cuando me vestía de tan mala gana, esperando pasar una noche aburrida, el mío me hubiera revelado algo.

Llegó el primer entreacto. Yo miraba con distracción hacia todas partes, porque mi pensamiento estaba lejos de allá, cuando he aquí que en la entrada de las butacas aparece un caballero, que se detiene un instante y luego se adelanta con lentitud; le miro, mi vista se turba durante un momento; pero la nube se desvanece, y le veo: era él, el joven de la Catedral, tan simpático, tan elegante, tan pálido como siempre. ¿Querrás creerlo?; pasada la primera impresión, sentí hacia él un movimiento de enojo por lo mucho que me ha hecho sufrir; así es que cuando llegó frente a nuestro palco, creo que me saludó y yo no le contesté.

Yo estaba con nuestras vecinas, las señoras de Manrique, a quienes conoces. Un hermano de estas se hallaba en el pasillo de las butacas y se adelantó a saludar a Beltenebros; será la última vez que le llame así, porque ya sé su nombre. Comenzó el segundo acto: Beltenebros se sentó en una butaca y Manrique vino a nuestro palco.

Durante la representación, apenas pude reprimir mi impaciencia. Hacían una cosa mitad drama mitad comedia, llena de pensamientos falsos y de situaciones estúpidas, que aun estando tranquila me hubiera aburrido; de suerte que, como comprenderás, miré lo menos posible hacia la escena.

Cuando acabó aquel interminable acto, pregunté a Manrique con la mayor naturalidad posible:

—¿Es forastero ese joven a quien usted ha saludado antes?

—¿Cuál?

—Ese que está en la cuarta fila, que ahora mira hacia aquí.

—¡Ah!, ya. Luis de Aguilar. No: hace tiempo que su familia reside en Sevilla.

—Como no le he visto en ninguna parte…

—No tiene nada de particular; ha estado viajando y desde que ha vuelto hace una vida muy retirada. Es algo excéntrico.

—¿Está enfermo?

—Él no; su madre, que es ya anciana. El pobre Luis, que la quiere mucho, apenas se separa de su lado. Ahora se ha pasado tres meses en Villaverde del Río, en donde tienen una hacienda.

—¿No tiene más familia que su madre?

—Allegada, no.

No quise hacer más preguntas a Manrique por no descubrirme. La ausencia que tanto me había contrariado estaba explicada satisfactoriamente.

Omito un sinnúmero de incidentes de corazón, por no fastidiarte, y solo te indicaré los inauditos esfuerzos que tuve que hacer para estar conveniente y refrenar mis ojos. No obstante, cuando, terminada la representación, Aguilar se puso en pie, yo no pude menos de mirarle con alguna insistencia, esperando su saludo para devolvérselo; pero él se limitó a mirar hacia nuestro palco y permaneció en el teatro después de salir nosotras.

Ahora bien, dirás, de todo esto se deduce que tú te ocupas de Aguilar más de lo regular y que él no siente el más mínimo interés por ti. Creo que te equivocas, Eugenia mía: mi corazón, mudo antes de venir al teatro, ahora trina el canto más hermoso del mundo: el del amor recíproco.

Adiós: no obstante tu belleza y tus alamedas de Carabanchel y tus cacerías a Argete y a las Navas, y tu poni inglés, me parece que voy a ser más feliz que tú.

Blanca

Sevilla, 29 de septiembre

Eugenia mía de mi alma: estoy loca de alegría y mi pluma vuela al escribirte: tanto es el deseo de que participes de mi satisfacción.

No quiero darte de golpe la noticia; voy a imitar a los novelistas que saben llenar papel y excitar la curiosidad.

Si saltas una sola línea de esta carta, serás una pérfida.

Lee y envídiame.

Anoche, después de dos o tres días de ausencia, fuimos a la tertulia de la Marquesa de la G… Cuando entramos había ya bastante concurrencia, y la conversación interrumpida por causa de nuestra llegada, continuó al parecer en el mismo tema.

—Pues no debe ser tan retraído —dijo la Marquesa—. Un joven tan amable merece, no solo que se le admita en todas partes, sino que se le busque.

—Tiene un carácter muy particular —observó Manrique, el hermano de nuestras vecinas, que se hallaba presente—. En el extranjero no sé; pero en Madrid, en el poco tiempo que estuvo hizo la misma vida.

Al oír estas palabras sentí latir violentamente mi corazón.

—¿De quién se trata, Marquesa? —preguntó mi tía.

—De un joven muy distinguido que me fue presentado anoche, llamado D. Luis de Aguilar.

Yo debí ponerme pálida o encarnada, o verde, qué sé yo. Afortunadamente nadie me miraba.

—¡Aguilar! ¡Buen apellido! —dijo mi tía, que está algo picada de nobleza.

—Y buena fortuna y buena figura y buena educación, y buen todo —añadió Manrique.

—¡Lástima es que tenga esas rarezas! —observó uno de los concurrentes.

—Es verdad —dijo Manrique—, por eso me extrañó sobremanera su deseo de ser presentado aquí. Es más, me ha dado que pensar…

—¿Qué? —preguntaron algunas voces en coro.

—Aquí vienen las muchachas más lindas de Sevilla y pudiera ser…

—¿Que esté enamorado de alguna? —preguntó sonriendo la Marquesa.

—¡Quién sabe! Luis hace ya tiempo que está en Sevilla y no ha mostrado interés por ir a ninguna parte, ni siquiera al paseo del Río; yo me lo he encontrado algunas tardes a caballo y solo, en Tablada o por los alrededores de la ciudad. ¿No tengo, pues, razón para admirarme de su entrada en el mundo?

—Sin duda —dijo mi tía.

—Y como Luis no es ambicioso, ni necesita buscar relaciones, sospecho que viene aquí con intenciones hostiles.

—¡Ea!, niñas —exclamó la Marquesa en tono chancero, dirigiéndose a las jóvenes que estábamos presentes—, que la que sepa algo lo diga; no la interesada; pues ya comprendo que no puede ser, sino alguna otra.

Todas permanecieron silenciosas. En cuanto a mí ya comprenderás que hubiera querido sepultarme bajo siete estados de tierra, y pedí a Dios que Manrique no se acordara de las preguntas que le hice en el teatro, respecto a Aguilar.

Afortunadamente, aquel dijo una cosa mucho más agradable para mí, puesto que mirando hacia la puerta del salón, exclamó:

—¡Ecce homo!

Un caballero acababa de presentarse.

Era Aguilar.

Su entrada produjo gran sensación: hubo cuchicheos reprimidos y miradas todo lo escudriñadoras que permite la buena educación.

Yo bajé los ojos, pero le veía.

Aguilar se adelantó modesta y desembarazadamente, saludó a la Marquesa, dio la mano a Manrique y se sentó enfrente de mí.

Mi tía, que es muy corta de vista, se puso los anteojos y me dijo:

—Me parece que he visto a ese joven en alguna parte.

—¡Qué pálido es! —murmuró una señora de edad, que se hallaba cerca de nosotras—, debe estar enfermo del pecho.

Estas palabras me causaron una impresión dolorosa.

¿Te acuerdas de esta frase de una de mis cartas? Solo un espíritu serio, en un corazón joven, podrían fijar mi elección; pues bien, Aguilar posee estas cualidades, y por eso yo, que las adiviné, le he elegido desde el primer día que le vi. Te digo esto, porque, momentos después de su llegada, la conversación se hizo general y Aguilar lució en ella su talento fino y observador. Ha viajado mucho, y su palabra fácil y brillante sin pretensiones, está llena de interés.

Yo sin mirarle le oía embebecida.

La Marquesa le preguntó por su madre, y al oírle hablar de ella, comprendí la nobleza de su corazón.

Pero ¿te mira?, ¿has notado en él alguna señal de preferencia?, me preguntarás.

¡Curiosilla!: quiero castigarte con mi silencio. Adiós.

Blanca

(Continuación.)

Sevilla, 7 de octubre

Eugenia de mi alma: creo que mi sueño de amor está a punto de desvanecerse; ¡qué volubles, qué ingratos, qué incomprensibles son los hombres!

Juzga si tengo razón para quejarme:

No he sido indiferente a Aguilar: tengo la convicción de ello; es más, casi puedo afirmarte que por causa mía se ha hecho presentar en casa de la Marquesa. Solo me ha hablado dos o tres veces, y nunca de amor, y no obstante, mi instinto no me engaña, creo haberle impresionado.

Pero, según parece, los hombres varían con frecuencia de impresiones.

Hace pocos días se ha presentado en la tertulia la Marquesa de J… a quien conocerás, puesto que habitualmente reside en Madrid. Es muy linda, muy discreta y además posee todas estas filigranas de la moda que tanto me agradan en ti. Desde el primer momento conocí que había causado cierto efecto en Aguilar, que a veces la mira con disimulada insistencia, y mi corazón, ya alarmado, sufrió la otra noche un golpe doloroso.

Aguilar y un amigo suyo, el Conde de M…, estaban en pie junto al dintel de la puerta de un gabinete, al que daban la espalda ambos jóvenes. Notando que sus miradas seguían una misma dirección, me detuve un instante, sin ser sentida y les oí estas palabras, que no se apartan de mi pensamiento.

—Las señas que me diste coinciden perfectamente —dijo el conde.

—Es verdad —contestó Aguilar—, la Marquesa de J… se parece mucho a ella: pudiera tomársela por su hermana mayor.

—La Marquesa no tiene hermanas.

Este diálogo, referente a la Marquesa de J…, que estaba enfrente, después de las miradas que en más de una ocasión había sorprendido en Aguilar, me produjo una sensación dolorosa.

¿A quién se parece la Marquesa? ¿Es por causa de este parecido por lo que Aguilar la mira? ¿Qué significan esas miradas? ¿Por qué desde la presentación de aquella él me escasea las suyas?

Estos enigmas me tienen en un estado de continua excitación…

Prosigo mi carta que antes de ayer no quise mandar al correo por ser ya pasada la hora, y me alegro de este retraso que me permite terminarla en distinto tono.

Vuelve a renacer la esperanza en mi corazón.

La Marquesa de J… ha regresado a Madrid.

El Conde de M…, que me era antipático, ha salido también para Valencia, en donde, según parece, piensa casarse.

Disipadas estas nubes el horizonte se ha aclarado, y Aguilar vuelve a mirarme a mí sola.

El amor es como la vida, una sucesión de inquietudes, de luz y de sombra, de esperanza y desencantos, que le prestan el atractivo de un ideal no realizado.

Adiós, querida mía.

Blanca

Sevilla, 4 de noviembre

¡Eugenia, Eugenia mía! Gracias a Dios, creo que voy a descansar de esta fatigosa jornada. Quisiera poder mandarte mi corazón para que contases sus alegres latidos, mas por solo un momento; pues lo necesito aquí para ser dichosa.

Sin duda la felicidad debe conquistarse a fuerza de sacrificios y de sufrimientos, porque los míos, durante este tiempo, han sido inauditos.

No ver apenas a Aguilar, retraído por la breve enfermedad y muerte de su madre; comprender y sentir su inmenso dolor y no poder estar a su lado y consolarle. ¡Ah! ¡Eugenia!, ¡qué días tan crueles he pasado, qué estupor primero, qué anonadamiento después!, y todo por él, pensando en lo que sufriría aquel hijo tan cariñoso que perdía a su madre anciana de cabellos blancos, a quien servía de guía con tanto amor, como yo vi, en la Catedral. ¡Oh!, te juro que hubiera hecho hasta el sacrificio de mi amor por devolvérsela.

Por eso no te he escrito, ¿qué había de escribirte? ¿Podía yo acaso pensar?

Pero Dios ha recompensado mis lágrimas y los generosos movimientos de mi corazón. Lee, querida mía, y, si me amas, alégrate conmigo.

Aguilar, después del retraimiento del duelo, pasó por delante de mi casa en dos distintas ocasiones, y se limitó a saludarme tristemente.

El primer día, al verle, no pude reprimir mis lágrimas: él hubo de notarlo: se paró un momento, me miró con una expresión indefinible, y prosiguió su camino.

Llegó el día 2 de este mes.

Yo, todos los años, tengo la costumbre de ir al cementerio por la mañana a rezar por mi santa madre y a depositar una corona sobre la losa que guarda sus restos. Ya sabes que mi padre pereció en un naufragio y fue su tumba el océano.

Cuando entré en el cementerio de San Fernando, acompañada de mi doncella, aquel recinto de la muerte estaba solitario.

Este año llevaba yo dos coronas.

Oré largo tiempo sobre la tumba de mi madre y coloqué una de ellas sobre la lápida funeraria.

Luego registré el cementerio buscando otra lápida que yo sabía estaba allí.

Hallela por fin, dejé en ella la segunda corona y me hinqué de rodillas.

Tan absorta estaba en mi oración y en mis pensamientos, que no vi ni oí nada de lo que pasaba en derredor mío.

Cuando me incorporé y volví la cabeza, no pude reprimir un grito.

Otra persona estaba detrás de mí, además de mi doncella.

Era Aguilar.

Me miró: tomó mi mano con un movimiento rápido, e imprimió en ella un beso que me la quemó.

Yo, confusa, y sin darme cuenta de lo que hacía, saludé sin atreverme a mirarle, y salí del cementerio…

Aquella misma tarde, a pesar de que mi tía aseguraba que hacía mucho frío, estaba yo asomada al balcón.

Pasó la hora del crepúsculo; la noche se acercaba.

Había en el cielo algo de la claridad del verano, y, aun cuando en noviembre, me parecía aspirar los calurosos efluvios del estío: la dicha calienta el corazón.

Alcé los ojos al cielo en el que se diseñaban vagamente algunas estrellas, y vi un hermoso lucero que parecía que me miraba.

Pero una cosa negra que pasó revoloteando por delante de mí, me hizo fijar mis miradas en otra parte.

Era una golondrina que volvía a un nido fenomenalmente retrasado, situado en la cornisa de la casa de enfrente, y oyendo piar a los hijuelos, sin duda dando la bienvenida a su madre, sentí una turbación extraña y bajé los ojos hacia la calle.

Aguilar estaba debajo de mi balcón, y me miraba.

Al verle reprimí un grito, bajé corriendo al primer piso de la casa, deshabitado ahora, abrí una ventana, me asomé, él se aproximó, y si las almas pudiesen morir, la mía hubiera muerto de alegría al oír estas palabras:

«Blanca, yo amo a usted».

Blanca

Parte segunda

Cortijo de San Juan, 20 de abril

¡Qué bueno es Dios, Eugenia, qué hermoso el mundo, qué alegre la vida, qué dichosa yo! Cuando veo cruzar por los caminos o detenerse a la puerta de casa a pedir una limosna, a tantos pobres agobiados por la miseria y por las enfermedades, sobre todo si son mujeres y están solas, me pregunto ¿qué he hecho yo para merecer tanta felicidad?, y me parece que robo una parte de ella a estos desgraciados. Entonces me asaltan vagas inquietudes, porque ¿cómo este valle de lágrimas ha de ser un paraíso para mí sola?

Sin embargo, la felicidad no me ha hecho olvidadiza, como supones en tu última carta; tú sí que parece que huyes de mí. Apenas trascurren algunos días después de nuestro enlace, hago que Luis me lleve a Madrid, pero llego tarde para verte; pues a tu familia se le antoja anticipar vuestro viaje a París.

Luego vas a Italia y llevas traza de dar la vuelta al mundo como la Numancia. ¿Buscas acaso la felicidad andando de ceca en meca? ¡Tonta! La felicidad no está tan lejos; existe cerca del humilde pueblo de Villaverde del Río, en el cortijo de San Juan, en donde está tu servidora: la ha atado de pies y manos.

No obstante, puesto que la montaña no quiere venir a mí, yo hubiera ido a la montaña; quiero decir que desde Madrid, yo hubiera hecho que mi marido (¿lo oyes?, mi marido) me llevase a París, para perseguirte y reñir contigo, mas no pudo ser, porque como toda dicha humana tiene un punto negro. Luis ha estado muy delicado de salud, y en Madrid el médico le aconsejó que volviese a Andalucía a respirar el aire natal.

Afortunadamente esta nube que oscurecía mi risueño horizonte, se va disipando: Luis adquiere cada día mayores fuerzas, está cada vez más alegre y su rostro se colora con el matiz de la salud.

Ha perdido algo de su distinción, de su palidez aristocrática, como dicen los novelistas; pero en cambio va ganando en belleza varonil.

Hace una vida medio campestre que le sienta muy bien y yo le admiro en ella; pues casi la comparto con él. Me da gusto verle empuñar la azada o guiar el arado con sus finas manos, tostado por el sol y despechugado, o remar en el río con el vigor de un marinero. Además tiene otros contrastes encantadores. Me traduce a Shakespeare o a Dante, y quizá un momento después da órdenes a sus criados de campo respecto a una siembra, poda o barbecho.

Porque Luis sabe muchas cosas incomprensibles en él.

Conoce la flora andaluza como si la hubiese creado, sabe que cuando se desarrolla la escabiosa, se debe segar el centeno, que los cardos están en flor en el solsticio de estío, que cuando cantan mucho las ranas es la época de la siembra de los melocotoneros, que al florecer el olmo es malo exponerse a los rayos del sol, y que la luna llena es perjudicial cuando los guindales forman racimos.

Es el único y exclusivo jardinero del jardín de Blanca, y como esa Blanca soy yo, voy a decirte lo que es mi jardín.

Dentro de la gran cerca del cortijo, y hacia la parte del norte, hay un espacio como de doscientos metros en cuadro, admirable por la fecundidad de su vegetación. Allí hay árboles de muchas especies y plantas de un sin número de familias. Enormes castaños de la India, álamos blancos, sedosos abedules, entre los que descuellan algunos pinos y dos magníficas palmeras, se besan los unos a los otros, confundiendo frutos, hojas, penachos blancos y tembladoras ramas. En medio de esta vegetación espléndida, y en una praderita matizada de flores campestres, Luis ha hecho construir un extenso quiosco, cercado de vides y enredaderas por la parte exterior, y refrescado en su recinto con el agua de un manantial que sirve para regar el jardín, y trasformado en arroyo, desagua en el río.

Verdaderamente es algo pomposo el nombre de jardín, aplicado a este pequeño espacio, en que no hay calles simétricas o cuidadosamente torcidas, ni flores, ni estatuas, ni parterres, ni fuentes primorosamente labradas, y en donde la naturaleza se desarrolla libremente como en un bosque solitario.

Mi jardín es más bien el asilo de un sin número de pájaros, de insectos y de reptiles, que me dan música continuamente.

Es además un nido donde cantan dos corazones: el de Luis y el mío.

¡Qué ratos tan felices paso en él!

A la hora del crepúsculo nocturno acostumbramos a sentarnos en el quiosco. Casi todas las tardes viene a vernos el cura-párroco de Villaverde, anciano lleno de canas, de ciencia y de virtud, y yo gozo en oírle hablar y a veces disputar con mi marido, porque ya sabes que, aunque ignorante, soy aficionada a las conversaciones serias.

Luis tiene un defecto o una monomanía; no sé cómo calificarlo: el de ser fatalista, y aunque sus ideas no concuerdan con las que desde su niñez me han inspirado, defiende sus creencias con tales razones, que a veces me hace dudar.

«Existe el libre albedrío —dice—, convengo en ello; pero este sin la libre acción es nada. El estaba escrito de los islamitas, es igual al estaba de Dios de los cristianos. Si admitís que los destinos del hombre se modifican según su modo de obrar, destruís el universo, que es el gran todo unido, compacto e indivisible, y divorciáis la naturaleza física de la naturaleza moral. Los profetas son unos impostores, puesto que no pudieron predecir lo que no se sabía si había de suceder o no; y engrandeciendo al hombre empequeñecéis a Dios, que marca sus movimientos fijos al astro y con una imprevisión verdaderamente humana, hace al hombre árbitro de un porvenir que no conoce. Esto se parece algo al juego de la gallina ciega.

»Rompéis la vértebra del universo, que, a semejanza de un pólipo, marcha en distintas direcciones; el hombre, por donde quiera, sin saber si equivoca la senda; y el astro, más feliz, por un camino trazado de antemano. Los hombres y los sucesos providenciales, son quimeras; las conquistas que han llevado las razas y las civilizaciones de unos pueblos a otros, hechos bárbaros; y la equivocación de Colón, una casualidad.

»Dios es un artífice que construye una máquina muy complicada, cuyas piezas no han pensado cómo han de moverse, o el autor de un drama, que, entre bastidores, durante la representación, varía la sucesión de escenas, y retarda o anticipa las salidas de los personajes».

El buen sacerdote rebate, como es natural, estos argumentos y yo escucho con vivo interés estas discusiones.

A veces, cuando la conversación no es tan profunda, y versa sobre literatura, artes, historia o viajes, meto también mi baza.

Esto te admirará: voy a explicártelo.

Según mi modo de pensar, la mujer, especialmente la mujer española, no ha comprendido su misión más que a medias. Nosotras, de solteras, procuramos realzar nuestras gracias, nuestras cualidades, y nuestras habilidades, ocultando los defectos: todo esto a fin de agradar, y fijar la elección de un hombre que ha de ser nuestro compañero en la vida. Hallamos este compañero y en agradecimiento a su preferencia, nos despojamos, por falta de cuidado, de nuestros atractivos y solo ponemos en relieve nuestros defectos. Nunca nos vestimos para él y sí solo algunas veces para los demás; dejamos que se llene de polvo el piano o la cartera de dibujo; perdemos nuestra deliciosa voz que tanto nos enorgullecía en las sociedades; olvidamos lo poquito que nos han enseñado en el colegio, y es necesario una gran fortuna y la costumbre de vivir en el mundo elegante, para que una mujer no se metamorfosee después de casada.

Buscamos nuestra felicidad en el matrimonio, que aunque participa de sacrificio, está basado en el amor, y cuando la alcanzamos, nosotras mismas nos despojamos de ella. Somos como un ángel que se cortara las alas, o como un avaro, que después de descubrir un tesoro, lo arrojase al mar.

Queriendo, pues, apartarme de tan mal camino, procuro ser novia y mujer de Luis al mismo tiempo. Me visto con más cuidado que de soltera; me ejercito en el piano y cuando no acompaño a mi marido al campo, me encierro en su biblioteca y procuro instruirme; de suerte que cuando, como te he dicho antes, meto mi baza en la conversación y Luis me mira con alguna sorpresa y me dice: —¿Pero de dónde sabes tú eso? —Mis cuidados tienen su recompensa. Mi marido me quiere cada día más y me prodiga esas mil delicadas ternezas exclusivas a los hombres de inteligencia o de nacimiento. Unas veces me besa en la cabeza y me llama su rubia; otras en la cara y me llama su morenita: comprenderás este contrasentido cuando sepas que mi tez de azucena, como tú decías en broma, ha tomado, con esta vida campestre, un color más sombrío.

Tal es mi vida, querida Eugenia; una sucesión de goces tranquilos y días placenteros, animados por una idea, que sin duda debe ser la principal recompensa de los bienaventurados: la de la esperanza de que no pueden acabarse.

No obstante, prescindiendo del deseo de darte un abrazo, falta aún otra cosa a mi felicidad; aunque todavía no has amado, eres mujer: adivínala.

Blanca

Cortijo de San Juan, 3 de mayo

Querido Enrique: ¿qué he de decirte sino que soy todo lo feliz que se puede ser en el mundo? ¿Qué genio malévolo me había inspirado esas ideas fatales que me han atormentado hasta ahora? ¿Cómo no presentía el encuentro del ángel, como el saboyanito de la balada? Porque mi mujer es un ángel, amigo mío; ángel real, verdadero, al alcance de mi mano y comparte conmigo la prosa de la vida, poetizándola.

Tú conoces a Blanca, o mejor dicho, no la conoces. Para ti es una rubia encantadora, con grandes ojos azules que reflejan las sensaciones de su alma, como un lago de agua cristalina el cielo; con una boca de perlas, un talle delicioso, y la gracia de los diecinueve años; pero para mí es esto y mucho más, es el hada que embellece cuanto toca; la niña que alegra el hogar con sus juegos y la mujer fuerte que inspira amoroso respeto.

Y no obstante, cuando me casé con ella, la amaba un poco por gratitud, porque ¿cómo resistir a su pasión por mí, tan tiernamente sentida? Entonces me dije: el hombre necesita una compañera, y encuentro una que me ama; la elijo, pues, mas sin esperanza de mayor bien, sin la más mínima idea de la dicha que me aguardaba.

Entonces estaba enfermo. Los médicos decían: unos que padecía un tumor en la región lumbar; otros que era un aneurisma de la aorta abdominal, y a mi modo de ver, mis dolencias provenían de la tristeza y la desesperación. Ahora que el alma está buena, el cuerpo lo está también; mi pulmón se dilata aspirando los efluvios de la salud; mi cuerpo se robustece, y mi imaginación parece como que sale de entre un limbo de sombras.

¿Sabes a qué causa debo esta trasformación? Los médicos dirán que a la vida campestre y a los aires natales; pero yo sé que es a ella, exclusivamente a ella; así es que de mis antiguas lucubraciones aún me queda una a veces. Creo que al morir mi madre su alma pasó al cuerpo de Blanca, pues solo por esta metempsicosis me explico el amor, la ternura adivinadora y los cuidados de que soy objeto.

Enrique, soy otro hombre, pues antes era desgraciado y ahora no; pero voy a hacerte una súplica que es una advertencia: no me hables jamás de aquello, como en tu última carta; no evoques fantasmas que todavía me conmueven…

Termino y te envío esta carta dos días después de haberla comenzado.

La empecé siendo feliz y la acabo en un estado semejante al de la locura.

¡Qué abismos pueden abrirse en dos días!

Sondéalos, pues.

Antes de ayer, estando escribiéndote, entró Blanca en mi despacho, correteando y cantando, y tomándome de la mano se empeñó en que fuera a ver inmediatamente una cosa que le enviaban de Madrid.

¡Fatalidad!

Me llevó a su gabinete, descubrió un bulto plano tapado con una tela negra y me dijo: —Mira.

Miré.

Aquella cosa era un cuadro al óleo, y ¿sabes lo que representaba?: un retrato de mujer; y ¿sabes quién es esta mujer? El fantasma; el sueño de amor que cruzó por delante de mí en la feria de Sevilla: el ideal de veinte años de esperanzas realizado un solo momento; la mujer de llama que desprende chispas que incendian para siempre el corazón.

Al ver este retrato quedé como anonadado y fascinado.

Anonadado, porque presentí el golpe que acababa de recibir; porque comprendí que mi castillo de felicidad se hundía; que un abismo surgía ante mis pies atrayéndome vertiginosamente; fascinado, porque…

Porque ella estaba allí y yo veía su imagen reproducida por el pintor con desesperadora exactitud. La profunda mirada de sus ojos llena de promesas de amor, se clavaba en mí con insistencia; su boca sonreía como aquel día de la feria, y su mano desnuda de inaudita belleza, me recordaba sus pies de hada deslizándose sobre el prado de San Sebastián.

El retrato es solo de medio cuerpo; mas con la inducción de la memoria me lo representé todo entero, envuelto en telas ligeras como una aurora entre nubecillas, e hice lo que no ha podido hacer el artista; agitarse los cabellos, palpitar en las sienes el pensamiento, y moverse las facciones con una expresión altiva y graciosa a la par.

El abismo atrae, la serpiente magnetiza, el ángel produce el éxtasis, y aquel retrato causaba en mí este triple efecto.

Mi mujer me dijo yo no sé qué palabras, a las que contesté maquinalmente.

¿Comprendes estos terribles juegos de la suerte? Mi mujer tiene una amiga predilecta, y esta amiga es precisamente la única que puede acibarar su felicidad y la mía. Vivimos a cien leguas de distancia; el peligro ha pasado para mí, mi corazón se cicatriza de las chispas de aquel incendio, y viene un rayo y lo pulveriza.

He pensado en revelárselo todo a Blanca; mas la consecuencia sería inmediata; la fe en el amor se extinguiría en su alma delicada, y la dicha huiría lejos de ella.

El retrato desaparecería también y a mí me faltan fuerzas para este sacrificio.

Luego, lo que tiene que suceder, sucederá. Adiós.

Luis

Cortijo de San Juan, 16 de mayo

Eugenia mía: te vuelvo a dar las gracias por tu retrato. No sabes con cuánta oportunidad me lo has enviado: él será uno de mis consuelos; pues preveo que voy a necesitarlos.

En mi cielo hay nubes, en mi pensamiento sombras, en mi corazón recelos.

En torno mío gira alguna cosa desconocida.

En el carácter de Luis hay una trasformación, visible solo a los ojos de mi amor.

¿En qué consiste? No lo sé.

Le he sorprendido meditando, con la cabeza inclinada; su rostro vuelve a palidecer; su voz, al hablarme, se altera; algunas veces parece como que huye de mí, y otras me estrecha entre sus brazos con una ternura que me da miedo.

—¿Qué tienes, Luis? —le pregunté en una ocasión.

Él tardó en responderme, y me contestó:

—Nada, querida mía, lo que todos los años a la salida de la primavera; opresión en el corazón por exceso de sangre.

Pero estas inquietudes no eran más que el amago del golpe que iba a recibir.

Mi marido marchó antes de ayer a Valencia, por causa de un asunto, según él, urgentísimo e interesante: se trata de un pleito entablado en compañía de su amigo el Conde de M… referente a bienes que radican en aquella ciudad. Yo le he instado para que me llevase consigo; pero él ha rehusado alegando razones que no me han convencido, entre ellas la de que su ausencia va a ser muy breve. ¡Dios lo quiera!

Heme, pues, sola, contando las horas que pasan, recorriendo estos sitios que él animaba con su presencia; buscando en vano en la lectura el olvido de mis pensamientos, y esperando su vuelta, o por lo menos carta suya con la más viva ansiedad.

Su viaje ha parecido una fuga: anticipó la hora y me sorprendió en la cama, medio dormida. Yo quise vestirme y acompañarle hasta el camino, mas él no lo consintió.

¿Qué es esto, Eugenia, qué sucede?, ¿son así las cosas naturales de la vida?, ¿es una puerilidad mía este recelo que siento en el corazón?

Escríbeme pronto, querida mía.

Blanca

(Continuación.)

Madrid, 7 de junio

Continúa la novela, mi querida Blanca, y la verdad es que el protagonista me va interesando. Al principio, cuando al fin reparé en él, aunque él se exhibía todo lo menos posible, le creí un hombre vulgar, de esos que se enamoran de nosotras por causa de la lejanía en que viven, mirándonos como a los astros desde una distancia inmensa.

Esos locos no aman en nosotras a la mujer, sino al ser desconocido que vive y piensa de distinto modo que los demás, que habita en un mundo aparte, por más que alguna vez se digne descender al mundo real.

Sin saberlo ellos mismos, aman en nosotras a nuestros lacayos, a nuestros caballos y a todos los objetos del lujo que nos rodea.

Organizaciones altivas y mezquinas a la par, se enloquecen cuando nos contemplan reclinadas en una carretela, y apenas nos otorgarían una mirada si nos codeásemos con ellos, vestidas de percal y llevando un lío en la mano.

Como dice un poeta cómico:

Aman la dificultad y el pretexto es la mujer.

Pues bien; yo supuse que mi incógnito (no has de ser tú sola la que haya tenido incógnito) era uno de esos infelices, y en los primeros días apenas fijé en él la atención.

Pero mi incógnito no es hombre que pueda pasar desapercibido: subrayo esta palabra a consecuencia de haber oído a un escritor criticar la acepción en que ahora se usa.

No le he visto más que momentos, y excepto una sola vez, siempre de noche, y por lo regular al volver a casa. Es joven, tiene una figura agradable, y viste con gusto, aunque con esa indecisión que lo mismo puede achacarse a sencillez que a pobreza.

Puede verme con más frecuencia de día, y sin embargo, nunca me lo he encontrado ni en paseo, ni en ningún sitio público, exceptuando la otra noche, que experimenté en mí una cosa que me hizo creer en el magnetismo.

Estaba en un palco de platea del Teatro de Apolo, cuando de improviso sentí una impresión extraña, parecida al embarazo que se siente bajo la presión de una mirada fija en nosotras con insistencia. Alcé los ojos, sin darme cuenta de lo que hacía, pero sin titubear, y vi al incógnito que clavaba los suyos en mí desde el último piso del teatro.

Aquella mirada me molestaba y me atraía.

Sin duda hube de hacer algún movimiento de disgusto, notado por él, pues cuando volví a mirar, impulsada por esta atracción, había desaparecido.

No obstante, la inquietud continuó toda la noche y sentía la certidumbre de que me miraba desde algún sitio oculto.

La novela no termina aquí.

El miércoles pasado, mamá, Carmen Montealegre y yo fuimos a la Alameda de Osuna.

Salimos de allí poco antes de anochecer. Nuestro cochero, que según supimos después, había hecho algunas libaciones, a poco rato de subir al pescante, en donde se tambaleaba, cayó al suelo, dándose un golpe sin consecuencias en una de las ruedas delanteras. Los caballos del tronco, que son de mucho genio, siguieron trotando; y aunque el lacayo, que es un niño, se arrojó del asiento trasero y quiso detenerlos, no lo podía conseguir.

Nos asustamos, y mamá comenzó a gritar.

En este conflicto, sentimos el rápido galope de un caballo detrás de nosotras; un caballero se acerca, refrena con mano vigorosa nuestro tronco, y saludándonos con una inclinación de cabeza, dice:

—Si ustedes lo permiten, yo guiaré.

¿Sabes quién era ese caballero? El incógnito.

A este tiempo habían acudido algunos hombres que pasaban por el camino. Unos sujetaron nuestros caballos, dando lugar a que aquel subiese al pescante y empuñara la fusta; otro trajo el que había abandonado el incógnito, y después todos se apresuraron a socorrer a nuestro cochero, que fue trasladado a la Alameda.

Sabes que no soy miedosa; y aunque me sobresalté un poco, esto no me impidió hacer las siguientes observaciones:

El incógnito monta a caballo admirablemente, con la elegancia de Pepe A… y la firmeza de Pepe M…

El incógnito tiene un caballo de preciosa estampa.

El incógnito saluda con una finura exquisita.

Nos repusimos del susto; nuestro lacayo montó el caballo del incógnito y siguió al carruaje que partió inmediatamente.

El poderoso tronco se sosegó bajo la diestra mano que lo regía; porque el incógnito guía tan bien como monta, balanceándose con suma gracia en el pescante.

Sabes que en estas cosas soy algo inteligente.

Llegamos a la puerta de casa. El portero que salió a recibirnos tomó del diestro a uno de los caballos del carruaje, mientras que el lacayo que nos había seguido se desmontaba del caballo de nuestro cochero improvisado.

Este se apeó con ligereza del pescante, y nos dio la mano para bajar del coche.

Al tocar la mía sentí que la suya temblaba.

Mamá le instó para que subiese a descansar; él vaciló, mas por último rehusó alegando lo avanzado de la hora.

Eran las diez de la noche.

Al despedirse, mamá le ofreció la casa, y yo, sin poder dominar mi interés o curiosidad (como tú quieras) le dije:

—¿Tiene usted la bondad de decirnos su nombre?

Al oír esta pregunta, creí notar en él señales de turbación.

—Me llamo Antonio Diz —contestó, y saludándonos con cierto apresuramiento, montó en su caballo, que el lacayo tenía del diestro, y se alejó al paso.

Así que hubimos subido a casa, salí al balcón (¿qué menos había de hacer?) y aún alcancé a verle volver la esquina de la calle de enfrente.

Tú no comprenderás nada de esto: yo tampoco; lo cierto es que el incógnito o Diz, que para mí da lo mismo, es un cumplido caballero.

Te he hablado de todas estas majaderías, a fin de distraerte; pues me preocupa tu tristeza, aunque espero que cesará pronto ese estado de viudez interina. Nadie, y mucho menos tu marido, puede vivir contento lejos de ti.

Adiós, Blanca mía.

Blanca

P. D. Mañana nos trasladamos a Carabanchel.

Parte tercera

I

Vamos a introducir al lector en una casa de humilde apariencia, situada en el pueblo de Carabanchel alto y en una calle que desemboca en el campo.

Esta casa tenía en el piso bajo una sala, cuya ventana, que daba a la calle, estaba cuidadosamente entornada y además cubierta con una cortina de lona.

En el fondo de la pieza había una cama; cerca de la ventana una mesa, sobre la que se veían un tintero y algunos papeles, y en uno de los lienzos de la pared, una percha con alguna ropa colgada.

Unas cuantas sillas y un sofá completaban el mueblaje de esta habitación, digna de un estudiante, de un filósofo o de un poeta.

A las once de la noche de una serena y calurosa del mes de julio, un joven se paseaba del uno al otro extremo de la sala, entregado, al parecer, a violenta agitación.

De vez en cuando se detenía en sus pasos, como absorto en un pensamiento, y luego volvía a continuarlos murmurando extraños monólogos.

De repente se sentó en una silla junto a la mesa, y comenzó a escribir una carta.

Conforme él la escriba nosotros la iremos leyendo.

Carabanchel, 22 de julio

Enrique, no puedo más: esta lucha incesante ha agotado mis fuerzas. Hubo un tiempo en que me creía fuerte de espíritu y de cuerpo; pero me he desengañado; soy débil como una mujer. ¡Ah!, no me calumnio: he luchado y aún no he sido vencido; me he dicho como Dios al mar: de aquí no pasarás, y no he pasado.

Pero aunque el espíritu resiste aún, el cuerpo está aniquilado.

«¿Mas con qué objeto has ido a Madrid?», me preguntas en tu última carta; «¿qué adelantas con verla solamente?». No puedo contestar más que como lo haría un sediento a quien ofreciesen unas gotas de agua, preguntándole: «¿qué adelantas con eso?».

¿Por qué no se te ha ocurrido nunca preguntarme por qué estoy enfermo?

Pues bien, mi pasión es una enfermedad o mejor dicho, una predestinación. Yo estoy predestinado a morir por ella y moriré.

Pero ella sola no me mata; sino otra cosa más terrible, la conciencia.

Cuando la veo, si el éxtasis me lo permite, concibo pensamientos de que me avergüenzo cuando salgo del círculo magnético en que ella me encierra inocentemente. Entonces me digo: ¿por qué no he de ser como la mayor parte de los hombres? Tengo una mujer buena, que me adora, y a quien casi niña he arrancado del seno de su familia, ofreciéndome a labrar su felicidad; ¿pero esto qué importa? Si amo a otra, ¿por qué he de respetar lo que nadie respeta, por qué no procuro el logro de mi amor?

Mas luego oigo la voz de mi conciencia que me espanta, pienso en mi madre, leo las cartas de aquel ángel que sufre lejos de mí, y a quien estoy engañando tan villanamente; las tuyas en que me marcas la senda del deber, y expío con noches de insomnio y de calentura, una falta de que yo tal vez no soy responsable.

¿Puedo hacer más que luchar? ¡Y si supieras qué lucha! Ahora la veo todas las noches. A fuerza de oro he ganado al jardinero, me introduzco en su jardín, subo a un árbol, que está enfrente de la ventana de su cuarto y allí…

¡Ah!, ¡qué pruebas, qué tormentos, qué delirios! Soy un mártir y un miserable al mismo tiempo.

Esta noche será la última vez.

Hace días que recibí una carta de Blanca. Ya no se queja de mi ausencia, ni del retraso de mis cartas; ¡inocente!, no sabe que para llegar a sus manos, tienen que pasar por las tuyas; ignora que soy un infame.

Te trascribo un párrafo de su última carta, y por él comprenderás el estado de mi corazón.

«Ven, Luis de mi vida, y en albricias de tu llegada, te diré una cosa muy bajito, para que no la oigamos más que tú y yo. Mas no, voy a decírtela al instante; pues si sientes lo mismo que yo, no quiero, no debo privarte de tan inmensa alegría. En mi ser vive otro ser, ¿comprendes, Luis mío? No bastaba mi corazón para adorarte, y Dios te envía otro que vivirá por tu amor y de tu amor. ¡Ah!, ven, o déjame volar a tu lado: te lo pido de rodillas».

He recibido esto, he sabido esto hace quince días y estoy aquí y vivo aún.

Pero como te he dicho, mi resolución está tomada, tengo hechos todos mis preparativos, pronto el equipaje.

Mañana partiré.

Adiós, querido Enrique, abrigo el presentimiento de que no volveremos a vernos.

Luis

(Conclusión.)

II

Luis de Aguilar cerró esta carta y la guardó en el cajón de la mesa.

Luego, se vistió una blusa de color oscuro y se puso un calzado sin tacones.

Por último, se caló hasta las cejas un sombrero hongo, apagó la bujía que alumbraba la habitación y atravesando a oscuras el portal de la casa, abrió sigilosamente la puerta de la calle, volviéndola a cerrar por fuera.

Ya en la calle, y después de cerciorarse de que estaba solitaria, torció a la derecha, y a los pocos minutos se hallaba en el campo.

En aquel momento, el reloj de la torre de la iglesia daba las doce menos cuarto.

La noche estaba muy oscura, porque un inmenso nublado velaba la luz de la luna.

Luis volvió la cabeza para asegurarse de que no era seguido y tomó una senda que conduce del uno al otro Carabanchel.

Abandonó después este camino y siguió andando a campo traviesa y en dirección contraria al pueblo.

Al trasponer un cerro, distinguió un vasto edificio medio oculto entre la sombra nocturna y entre la frondosa vegetación de un extenso jardín.

Al llegar a este sitio se detuvo y se inclinó como para escuchar.

A lo lejos y hacia la parte de Madrid, se oía un ruido semejante al que hace un carruaje rodando deprisa.

—Es ella —se dijo, y apresuró el paso.

No llegó al edificio, que era una magnífica quinta, sino que dando un rodeo, llegó junto a la tapia del jardín y siguió andando casi pegado a ella.

El ruido del carruaje se oía ya más cercano.

Luis, después de andar un rato, se detuvo junto a una puertecita, practicada en la tapia del jardín.

Aplicó el oído a la cerradura, miró en todas direcciones como un ladrón que va a cometer un robo y sacando una llave del bolsillo, abrió la puerta sin meter ruido.

Penetró en el jardín y volvió a cerrarla sin echar la llave.

Luis, sin duda, conocía bien aquellos sitios, pues además de cerciorarse de que el jardín estaba solitario, siguió sin vacilar una parte de la tapia, andando casi incrustado en ella, como lo había hecho por la parte exterior.

Llegó a un sitio en el que una de las fachadas de la quinta estaba tan cerca de la tapia, que solo mediaba entre una y otra un espacio de diez o doce varas.

Allí, y hacia el lado del edificio, se elevaban unos altísimos olmos plantados en hilera; y en la fachada de aquel, en el piso bajo, había seis grandes ventanas enrejadas.

Por una de ellas, abierta de par en par, salía una luz muy viva.

Luis anduvo algunos metros más, hasta que halló una de esas escaleras de mano, que en la época de la poda sirven para subir a los árboles, y cargando con ella la apoyó en uno que estaba frente a la reja donde brillaba la luz.

Hecho esto, Luis subió la escalera hasta llegar a los últimos palos.

Desde allí se veía perfectamente la habitación iluminada.

Un espejo de cuerpo entero, rodeado en vez de marco por una guirnalda de hojas naturales, una mesa de mármol blanco sobre la que se veían dos vasos etruscos de un trabajo admirable, y en ellos dos ramos de flores; un piano de caoba negra con embutidos de marfil; un pequeño diván de lo mismo, forrado de raso blanco, rodeado de algunas banquetas iguales, y finalmente, un cuadro pintado al óleo que representaba a una joven cabalgando en un caballo negro, completaban el mueblaje de este sencillo y elegante aposento, que revelaba el gusto exquisito de la persona a quien pertenecía y que, pintado de azul e iluminado además por un candelabro con bujías, por una lámpara de alabastro en forma de media luna, se asemejaba a uno de aquellos pequeños templos situados en medio de los bosques, que los mesenios consagraban a Lucina.

A poco tiempo de estar Luis encaramado en la escalera, se oyó el ruido de un carruaje, y el chirrido de una verja que se abría.

—Ya está ahí —dijo, y a través de la reja clavó sus ávidas miradas en la habitación.

Trascurrió algún tiempo.

Luis, además del natural sobresalto, hijo de su ardiente pasión, comenzó a inquietarse por aquella tardanza; pues nunca había tenido que esperar tanto.

Por fin, en la mitad del aposento (Luis no podía ver la puerta) se presentó una mujer que llevaba un candelero con una bujía encendida, e inmediatamente otras dos que sostenían un diálogo muy animado.

Luis al verlas sintió un vértigo espantoso, lanzó un grito y cayó al suelo desde lo alto de la escalera.

Aquellas mujeres oyeron el grito y se quedaron mudas e inmóviles.

III

¿Qué causas habían motivado esta escena? Vamos a explicarlas en pocas palabras.

Blanca, en su cortijo de Villaverde del Río, se consumía de tristeza y de impaciencia. Solo el que está separado mucho tiempo de una persona querida puede comprender el vacío primero, el desaliento después, y por último, la inquieta desesperación que se apoderan del corazón ausente del objeto amado.

Blanca procuraba consolarse escribiendo a su marido y esperando su regreso de un día a otro, pero el tiempo pasaba y Luis no volvía.

Además, las cartas de este no eran tan frecuentes como debía esperar la pobre solitaria; pues teniendo Luis que fingir que las escribía desde Valencia, siendo así que lo hacía desde Madrid, se las dirigía a su amigo el Conde de M… que residía en aquella ciudad, para que este a su vez se las remitiese a Blanca.

El lector tal vez no habrá comprendido la razón de por qué Luis pretextó un viaje a Valencia y no a Madrid, objeto verdadero del suyo.

Vamos a justificarla.

Si Luis no hubiese ocultado el verdadero punto a donde se dirigía, además de tener que resistir más tenazmente a los deseos de su mujer que le instaba para que la llevara consigo, natural era que por lo menos esta le exigiese que fuera a visitar a su amiga predilecta, y esto precisamente debía evitar aquel para no caer de lleno en el abismo de su amor y a fin de que Blanca, por cualquiera circunstancia, no descubriera la pasión que separaba de ella a su marido.

Hecha esta salvedad, volvamos a Blanca.

La pobre enamorada había llegado ya al último grado; esto es: a la desesperación. Luis continuaba ausente y ella, aunque cándida y confiada, comenzó a sentir la punzante inquietud de los celos.

Tuvo una corta tregua en su dolor, una esperanza.

Se sintió madre.

La revelación de este nuevo estado le produjo una inmensa alegría y entonces escribió a su marido una carta, que en parte conocemos, con la fundada esperanza de que este lo abandonaría todo para volver a su lado.

Pasaron algunos días. Luis, encadenado en Madrid por su pasión, dejó pasar el tiempo, y entonces Blanca adoptó una resolución extrema. Acompañada de un criado se trasladó a Valencia, en donde esperaba encontrar a Luis, dirigiéndose a la casa del amigo de este.

El conde de M… al verla se quedó consternado. Primero pensó en desorientarla; mas luego, conmovido por el dolor de la pobre joven y reflexionando que solo una gran causa podía apartar a Luis de la peligrosa senda que comenzaba a recorrer, creyó más conveniente descubrirle la verdadera residencia de su marido, aunque ocultándole la funesta pasión de este.

Blanca escribió una carta a su amiga de colegio anunciándole la hora de su llegada a Madrid, y al día siguiente se puso en camino.

El conde escribió también a Luis para prevenirle respecto al viaje de su mujer; pero por una fatal casualidad, la carta no llegó a su destino.

La dirigida a Eugenia, sí: la desgracia se encargó de ser la portadora.

Deseosa aquella de abrazar a su amiga, se propuso recibirla en la estación. Hízolo así, el tren llegó a las once y media; las dos jóvenes se abrazaron; y pasadas las primeras caricias, se trasladaron a Carabanchel, en donde Blanca sabía que habitaba su marido.

Quiso dirigirse inmediatamente a la casa de este; pero desgraciadamente Eugenia logró disuadirla, en atención a lo avanzado de la hora, convenciéndola a que aguardase hasta la mañana.

Lo demás lo comprenderá el lector.

IV

Al oír el grito de Luis, grito salido del fondo de su corazón, traspasado de dolor y sorpresa, las dos amigas y la doncella que las acompañaba, quedaron, como hemos dicho, inmóviles, sin atreverse a asomarse a la ventana.

Eugenia, que era la más animosa de las tres, avisó a los criados mandándoles que registrasen el jardín.

Hiciéronlo así y hallaron a Luis tendido en el suelo y la escalera caída al lado del árbol.

Luis, aunque no tenía lesión ninguna aparente, no daba señales de vida.

Primeramente le tomaron por un ladrón, y volvieron a registrar el jardín minuciosamente, suponiendo que tendría cómplices.

Luego le trasladaron a una pieza baja de la quinta, disponiéndose a dar parte a la justicia del pueblo inmediato.

Acudieron todos los moradores de la casa y se agruparon en torno de Luis, que seguía completamente privado de sentido.

El grupo se abrió para hacer lugar a Eugenia y a Blanca, atraídas por la curiosidad.

La pieza era muy espaciosa, y aunque había algunas luces, no alumbraban lo suficiente para distinguir a primera vista las facciones de Luis.

Este se agitó un momento y abrió los ojos que tenía medio cerrados.

Casi al mismo tiempo se aproximaron las dos amigas, y cuando a la luz de un hachón que acercó un criado, se inclinaron para ver a Luis que estaba tendido en el suelo, se oyó un doble grito, y Blanca cayó desmayada al lado de su marido.

Al oír aquel grito, al sentir el ruido de aquel cuerpo que caía, al ver la luz del hachón que hería sus ojos, Luis volvió en sí, se incorporó un instante apoyándose sobre su brazo izquierdo y viendo a Blanca cerca y a Eugenia que la sostenía en sus brazos, volvió a caer desplomado, murmurando esta palabra: «¡Fatalidad!».

Epílogo

¡Cuán triste y solitario está el bosque! ¡Qué desnudos los árboles, qué calladas las aves y las fuentes! El invierno reina durante muchos días, y en el invierno los árboles gimen batidos por el viento, las fuentes lloran y enmudecen las aves.

Mas… oíd… la campana de la aldea turba el silencio de los campos… suena el toque del mediodía y en el musgo del bosque se oye el ruido de pasos que lo atraviesan… luego se abre la puerta del cementerio: una forma casi aérea aparece, se arrodilla junto a una tumba, y llora.

Después reina otra vez la paz de los sepulcros; mas sobre aquella tumba agita el viento una corona de siemprevivas colgada de un sauce funeral.


Empero, el invierno apenas marchita el país de las flores y del sol y la primavera engalana otra vez aquel suelo en donde la vida es un encanto… Vedle, ya viene el abril con sus verdes hojas, con sus auras, con sus leales golondrinas, con su savia de amor.

Oíd… la campana de la aldea se oye sobre los mil rumores de los campos, como el grito de la conciencia en medio de los placeres de la vida.

El florecido césped del bosque suena bajo el ruido de pasos que lo atraviesan… luego la puerta del cementerio se abre… una mujer… quizá un ángel aparece, se arrodilla sobre una tumba y llora.

Después reina otra vez la paz de los sepulcros; mas sobre aquella tumba mece el oloroso céfiro una corona de siemprevivas, colgada de un sauce funeral.


El otoño… ¡Ah!, ¿por qué es tan melancólico el otoño? ¿Por qué entonces el alma se recoge y medita tristemente?… ¡Ay! Porque aún recordamos los esplendores del estío que acaba y el rigor del invierno que se acerca; bien así como en la mitad de la vida suspiramos por los pasados goces de la juventud, y tememos los dolores de la próxima vejez.

Pero escuchad… la campana de la aldea anuncia la hora en que el labrador se detiene en su faena; el leñador se sienta sobre el tronco que acaba de derribar y los pastores echan mano a su zurrón, mientras los perros les rodean saltando…

Mas… el bosque permanece silencioso: ninguna huella hace chascar las hojas secas… El cementerio está desierto… la tumba yace solitaria y las ráfagas de octubre no mecen como antes una corona de siemprevivas, colgada del sauce funeral.

Un poeta: ¡Oh!, ¡habrá muerto!

Un escéptico: ¡Eh!, se habrá consolado.

Fin

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